En la primera vuelta del 2006, Alan García prometió el cambio de la política económica y que el gobierno del Perú ya no sería el gobierno de los ricos.
En la segunda vuelta anunció que el cambio que ofrecía sería responsable, es decir que sería diferente al de Humala, porque se haría sin odios y violencia.
El 28 de julio, al asumir la presidencia por segunda vez, Alan García presentó la austeridad como eje de la política de su gobierno.
¿Cómo se pasó del cambio, al cambio responsable y de ahí a la austeridad?
Lo peor no es, sin embargo, que García insista en el juego de las palabras, sino que sean muy pocos los que adviertan la nueva estafa de la que estamos siendo víctimas.
Si alguna cosa era común a todas las fuerzas que competían en estas elecciones, aún al bloque de las derechas, era que el Estado no estaba atendiendo las enormes necesidades sociales del país, ni encarando una inversión de desarrollo.
Lourdes Flores decía que esto se arreglaría dando más facilidades al capital para que haya más inversión y al final mayores impuestos. Humala que había que revisar los contratos pactados por Fujimori, para darle participación al Estado y la sociedad en la propiedad, la gestión y los beneficios del crecimiento económico. Y García anunciaba un impuesto a las sobre-ganancias.
A nadie se le ocurrió que lo que había que decirle a los peruanos era que el Estado básicamente debía ser el mismo, pero que cortando por aquí o por allá, terminaríamos el hospital que los lambayecanos añoran hace años, o haríamos la electrificación que se reclama en alguna de las provincias del Cusco, o cualquier otra inversión específica pendiente.
La expresión de que el gasto estatal está pésimamente distribuido porque 113 mil millones van destinados a planillas y jubilaciones, mientras sólo 12 mil millones se usan para inversiones, hace trampa porque se da en el contexto de una severa denuncia contra los sueldos dorados que comprenden a una ínfima minoría, mientras que la mayor parte de las remuneraciones públicas son las de maestros, policías, trabajadores de salud, administrativos, que obligatoriamente deben incrementarse en los años siguientes, así como aumentar el número de sus efectivos, si se quiere lograr algún resultado.
Por tanto no hay reducción de planillas o gastos operativos que puedan tener significación suficiente para sobrepasar la obra aislada y populista y entrar en un proceso de cambio verdadero en las zonas más pobres del país. Además García se ha cuidado en decir que casi una cantidad equivalente a la que se usa para obras estatales, se dedica cada año a la deuda externa, con tendencia a subir. El dato ya no parece escandalizarlo.
La austeridad ha sido históricamente el programa de los conservadores. Y es más irónico aún en tiempo de altas cotizaciones de los recursos naturales exportables. Significa que vemos crecer las ganancias de las trasnacionales y lo que ofrecemos es una dieta extrema del Estado para ver si así se usa algo de plata para calmar la ira de los pobres. ¿Y todo ello por qué? Porque Alan García no puede ser siquiera consecuente con su planteamiento de impuestos a la ganancia excesiva.
El nuevo presidente está diciendo, yo me bajo el sueldo, el de mis ministros y congresistas, voy a ajustar el Estado para que no tenga tan altas planillas, y todo esto a cambio de que las mineras, petroleras y otras grandes empresas se sienten en una mesa de donantes para ver si hacen algún aporte voluntario para mi gobierno. A esto ha quedado confinada la revolución aprista.
Ciertamente Alan García no es la derecha clásica que con Toledo afirma que todo está de las mil maravillas y que con Flores sostiene que iría mejor con una mayor apertura y beneficios a la inversión. Es la nueva derecha que dice que el consenso de Washington está agotado, que las exportaciones por sí solas no dan empleo, que no es justo que hayan 13 millones de pobres cuando hay tanto dinero, etc.
Pero que de ese diagnóstico no puede extraer propuestas coherentes o armar un equipo de ministros que encarne alguna voluntad de cambio. No puede porque no quiere enfrentarse al poder económico que denuncia. Cómo en el 85 y 86, del brazo con los apóstoles de la gran empresa. Lo que queda a saber es si terminará abandonado por ellos hacia el final del gobierno, o concluirá cerrando este ciclo haciendo que la nueva derecha sea idéntica a la antigua, como suele suceder.