Si algo ha quedado claro este 9 de abril, es que la mayoría del país siente que sufre un sistema político y económico que ni responde a sus intereses, ni atiende sus necesidades, y por ello, quiere un cambio.
Si queremos el bienestar y el desarrollo del país, se necesitan cambios. Ya vivimos un quinquenio de crecimiento económico sin bienestar ni desarrollo para las mayorías. ¿No es esa la base del malestar social que angustia a los viejos dueños del Perú? Ahora, sin mucha claridad, se reclama un crecimiento con equidad, justicia social y creación de empleo. Se pide el cambio de la política, para desterrar la corrupción, el aprovechamiento del poder, y la frivolidad de una clase dominante carente de representatividad y responsabilidad. Se exige cambios en el manejo del Estado: DESPRIVATIZARLO, que deje de ser feudo de mafiosos y tecnócratas y más bien, represente a todos.
Esos cambios que reclamamos, no serán fáciles ni rápidos de concretar, pero deben llevarse a cabo. Se trata de un nuevo Contrato Social, base de refundación de la Republica y de una nueva y autentica democracia –representativa, participativa e incluyente- que requiere una Nueva Constitución, elaborada por una Asamblea Constituyente y sometida a Referéndum para que cuente con la legitimidad y la transparencia de la que carece la actual Constitución, engendro del fraude fujimorista.
Esto no es cualquier cosa. La Constitución actual está marcada por un enfoque neoliberal, que ha recortado derechos sociales y atribuciones al Estado, impuesto un enfoque centralista y un régimen político que carece de mecanismos de control y participación ciudadana. Lejos de ser un contrato social que abre paso al desarrollo y al progreso, funciona como un candado que perpetua y profundiza injusticias y desigualdades. Allí están los inicuos contratos de Estabilidad Tributaria, la negativa de las grandes mineras a pagar Regalías, los oligopolios y monopolios privados en los servicios públicos y ramas enteras de la producción, la privatización irresponsable de nuestros recursos naturales, el desmantelamiento del Estado y el abandono de su rol promotor, regulador y redistribuidor de la riqueza social, así como el estancamiento de la inversión pública. Esas, y muchas más injusticias que padecemos, se sustentan y cobijan en algún oscuro y retorcido párrafo de la Constitución fujimontesinista, negociada por el “Chino”, por el “Doc” y los poderosos de siempre para perpetuar abusos y corruptelas.
Por eso, para los grandes empresas, los bancos y las AFPs, las trasnacionales mineras y petroleras, la Constitución fujimontesinista es ideal: les da carta blanca para maximizar sus ganancias a costa del bienestar social y el interés nacional; reduce al mínimo el rol del Estado para regular y promover la economía; alimenta la prepotencia y da vía libre a las jugarretas legales y contables para eludir impuestos, incumplir compromisos, desconocer responsabilidades ambientales y sociales.
No es casualidad entonces, que sean precisamente los grandes grupos de poder económico -tan beneficiados con negociados y gollerías durante el fujimontesinismo- quienes más ferozmente se oponen a la idea de un cambio constitucional y quieren perpetuar la actual Constitución. Argumentando defender la “gobernabilidad”, la “estabilidad” y “garantías a los inversionistas”, la derecha política y económica aúlla en rechazo a la idea de una Asamblea Constituyente. Lógicamente, tampoco sorprende ver que voceros de los grandes partidos tradicionales y del fujimorismo también hayan proclamado diligentemente su oposición a la Asamblea Constituyente, a la Reforma, y a cualquier cosa que cuestione el status quo.
Decir “No” a la Asamblea Constituyente, es decir “Si” al continuismo: que nada cambie, que las inmoralidades y atropellos sigan impunes, que graves problemas continúen sin solución. Esa no es ni puede ser la opción del Perú. Para poder crecer como un país más justo y equitativo necesitamos nuevas políticas y una nueva Constitución que recupere y garantice las libertades y los derechos ciudadanos que nos han sido arrebatados; que consagre nuestra soberanía como Nación, efectiva e indiscutible; que establezca que la base para nuestro desarrollo tiene que ser el crecimiento con justicia y equidad; que haga viable el Estado democrático, participativo, descentralista, fuerte, moderno y eficiente que necesitamos.
Por ello necesitamos nueva Constitución. Su elaboración y promulgación no puede ser resultado del negociado bajo la mesa, ni producto del caudillismo o del oportunismo político, ni ser puesta al servicio del personalismo y la arbitrariedad. Debe surgir de un proceso transparente y democrático, que exprese y refleje la voluntad popular. Contra la oposición de los políticos tradicionales y los grupos de poder –nuevos y antiguos- que pleitean por ganar o conservar cuotas y feudos, hay que empuñar la bandera de la Asamblea Constituyente, defenderla y promoverla sin vacilar, sosteniéndola como un proceso independiente y legitimo, hasta conquistar un nuevo Contrato Social, equitativo y democrático.