Inexorablemente -sin sorpresas ni novedades- se acerca el predecible final del proceso de negociación y debate del Tratado de Libre Comercio (TLC) con los EE.UU. No hace falta ser adivino para saber como terminará esta historia: los grandes partidos políticos tradicionales aprobaran en el Congreso –a la velocidad de la luz y con mínimo debate- el texto del Tratado. Inmediatamente, el Gobierno Toledista –desesperado por pasar a la “historia”- lo suscribirá. Todo esto en el marco de una masiva campaña mediática dirigida a destacar las ventajas y beneficios del Acuerdo, pero también, a minimizar y descartar los graves problemas y perjuicios que como consecuencia de la suscripción, el país enfrentará en los próximos años.
Y eso será todo. Sin más tramite, el Perú al suscribir el TLC se habrá comprometido a una serie de onerosas obligaciones, que afectarán severamente a miles de campesinos, micro y pequeños empresarios, pacientes usuarios de medicamentos genéricos, comunidades indígenas, artistas, etc. Y es que el guión de esta obra fue decidido hace mucho. Los actores ya están colocados en sus puestos, listos para recitar sus monólogos elogiando al TLC, presentándolo como el elixir que transformará al Perú en una potencia mundial. Mientras, los ciudadanos –convertidos en meros espectadores- veremos como decisiones trascendentales son nuevamente tomadas en nombre del pueblo, pero sin el pueblo y no para el pueblo.
Se supondría que un tema tan trascendental como la firma de un TLC con EE.UU. habría sido una oportunidad perfecta para un amplio debate nacional, convocando a todas las fuerzas y sectores políticos y sociales –a favor o en contra del TLC- para reconocer y replantearnos la senda de nuestro desarrollo, para acordar y decidir planes y estrategias para construir un Perú mejor. Sin embargo, lo que en cambio hemos tenido ha sido un proceso distorsionado, donde una parte del país –minoritaria y privilegiada- le ha impuesto a la mayoría -unilateralmente- su voluntad, negociando según su conveniencia y sin dudar en sacrificar los intereses de todos para conseguir su propio beneficio.
Así, la negociación del TLC, desde su misma concepción y a lo largo de su desarrollo y culminación, ha estado marcada, no por la apertura y la inclusión, sino por el enmascaramiento y la exclusión. Quizás en ninguna parte se percibe tan crudamente esta dicotomía entre el privilegio de unos pocos y el maltrato a muchos, como en el tema agrario, donde -sin dudas ni vacilaciones- se está sacrificando el bienestar y porvenir de millones de productores campesinos para favorecer a la todopoderosa agroexportación, que apenas representa una mínima fracción del agro nacional. Todo esto mediatizado por un paquete de limitadísimas e inciertas “compensaciones” al agro, que el Gobierno ha elaborado a toda prisa, para salir del paso.
Por ello, el proceso del TLC resulta una enorme oportunidad perdida para el país, pues pudo haber sido la ocasión para llegar a un consenso sobre lo que queremos como país y a donde debemos ir, a fin de alcanzar el crecimiento con justicia y equidad. Pudo haber sido la oportunidad para reflexionar, consensuar y diseñar una estrategia de desarrollo nacional, sostenido e inclusivo, que permita compensar las profundas desigualdades e injusticias que venimos arrastrando desde hace décadas y siglos. Pero ni el Gobierno, ni la derecha política ni económica, ni los partidos políticos tradicionales –encabezados por el APRA- han querido asumir su responsabilidad histórica.
El nulo respeto de la clase política tradicional por la voluntad popular –que mayoritariamente reclamaba debate nacional y referéndum sobre el TLC- no puede olvidarse ni disculparse. Y en esto, la duplicidad de mensaje, el abandono de compromisos electorales y la complicidad de Alan García tiene que ser denunciada, porque refleja una visión cínica y oportunista de la política con la que tendremos que lidiar durante los próximos cinco años. Poco duraron los vientos de renovación y reforma del flamante presidente, pues según parece, murieron en el momento en que tuvo la certeza de su victoria en la segunda vuelta. El Alan García de hoy, vuelve a alinearse con los intereses de los grandes grupos de poder, volviéndole la espalda al pueblo, en tanto el Alan García candidato –el que ofrecía renegociar el TLC y defender la soberanía del Perú- va convirtiéndose en una memoria borrosa, tan descolorida como sus afiches y pancartas en las calles.
Así se siguen dando los procesos políticos y la toma de decisiones en el Perú: sin responsabilidad ni rendición de cuentas, de espaldas al pueblo e ignorando sus demandas populares. La forma como el Gobierno y los grupos de poder han sacado adelante su TLC, expresa arbitrariedad y egoísmo, falta de solidaridad y de visión de país, de una clase dominante –que como bien dijo Basadre- no ha sabido ser una clase dirigente. Y puede colocarnos en la disyuntiva que planteó el viejo líder vietnamita, Ho Chi Min: O los dirigentes van a la cabeza de las masas o las masas llevarán bajo el brazo la cabeza de los “dirigentes”.