En su columna del 5 de agosto, Jaime de Althaus desliza la sospecha de que “organismos izquierdistas” como APRODEH atizan la confrontación social frente a la empresa minera Majaz. APRODEH no ha tenido ninguna intervención en el conflicto entre Majaz y las comunidades campesinas de Ayabaca, Huancabamba, San Ignacio y Jaén. Sin embargo, sigue con preocupación los hechos, porque sabe del rechazo de estas comunidades a las actividades mineras.
Este rechazo no se debe a la manipulación de organismos de derechos humanos o la Iglesia Católica. Los campesinos de esos lugares no son “indígenas en aislamiento”: conocen los serios problemas ambientales que ha ocasionado la minería en lugares cercanos, como Hualgayoc y saben que en tradicionales asientos mineros, como Huancavelica y Cerro de Pasco, la población rural sigue viviendo en extrema pobreza. Saben también que su ecosistema es muy frágil y que las posibilidades de contaminación de los ríos Chinchipe y Quiroz generarían daños irreversibles.
A nuestro modo de ver, sin embargo, la atmósfera hostil hacia la actividad minera se debe más a una serie de hechos concretos: el asesinato, todavía impune de Reemberto Herrera, por parte de la Policía Nacional; la campaña de difamación hacia los líderes ecologistas; la destrucción por una turba de la emisora ambientalista “La Poderosa”; las denuncias penales por terrorismo contra sacerdotes y agentes pastorales; los ataques sistemáticos hacia los obispos de Piura y Chulucanas y la frecuente asociación del movimiento campesino con el narcotráfico. En la actualidad, ninguna otra actividad económica en el Perú desarrolla prácticas similares de hostilización hacia quienes piensan diferente.
Existe una mesa de diálogo, pero se instaló mucho después que se concesionara la zona para Majaz, que se construyera el campamento y comenzaran las actividades de exploración y la presencia de Majaz no es un tema que sea posible discutir, dándose como un hecho consumado. Además, la mediación se limita solamente a dos comunidades y no a toda la población afectada, y es muy difícil convencer a los habitantes de dichas comunidades de participar, ante las agresiones que padecen.
Aprodeh busca promover la justicia y mejores condiciones de vida para todos los peruanos. Por eso demanda el cese de los ataques hacia las personas que simplemente buscan que la voz de los campesinos, quienes no tienen acceso a los medios de comunicación, sea también escuchada. Las agresiones hacia Monseñor Turley han sido verdaderamente lamentables... aunque serán familiares para los lectores de la edición de Correo de Piura.
La solución del conflicto requiere un sincero proceso participativo, en el cual estén involucrados los habitantes de las cuatro provincias afectadas. En dicho proceso, lo fundamental a discutir es si la población desea o no una actividad minera en sus zonas. Si el Ministerio de Energía y Minas se rehúsa a discutir dicho punto, el conflicto social se mantendrá, salvo que se desee plantear una represión indiscriminada, con terribles consecuencias.
Convendría pensar si vale la pena afectar el potencial turístico y agrícola de la región, donde inclusive existe un Parque Nacional en peligro. Otros países, como Costa Rica, decidieron privilegiar el desarrollo ecoturístico sobre el minero, con grandes beneficios en divisas. En el Perú no se trata, de ninguna manera, de rechazar las posibilidades de la minería, pero en la zona en conflicto, los riesgos parecen mucho mayores que los beneficios. La Sociedad Nacional de Minería debería reflexionar sobre si vale la pena continuar atribuyendo toda la responsabilidad de los conflictos sociales a la manipulación externa, rehusando cualquier responsabilidad de sus propios integrantes.