La Ley de Consulta aprobada en el Perú solo lo reconoce como un fin deseable

Para los pueblos indígenas, el consentimiento es un derecho irrenunciable

2011-09-07 00:00:00

Tuvimos que experimentar el trágico episodio de Bagua para que, dos años después, los pueblos indígenas del Perú, país pluriétnico y pluricultural, pudieran contar con el reconocimiento legal de su derecho humano a ser tomados en cuenta cuando se pretendan adoptar medidas o ejecutar proyectos que puedan afectarlos directamente.
 
La Ley del Derecho a la Consulta Previa a los Pueblos Indígenas u Originarios, aprobada por el Congreso de la República el martes 22 de agosto y promulgada por el Presidente Ollanta Humala el 6 de septiembre precisamente en Bagua, recoge lo establecido en el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes. Su aporte está en que establece los procedimientos claros para la consulta e institucionaliza el diálogo. Sin embargo, al mismo tiempo es recién el primer paso hacia la implementación efectiva del derecho a la consulta de los pueblos indígenas, obligatorio desde 1995, cuando entró en vigencia el Convenio 169 en el Perú, pero incumplido desde siempre.
 
Mucho se ha dicho respecto a la Ley de Consulta; y no es de extrañar, más aún si tenemos en cuenta que, en esencia, es el mismo texto de la que fuera aprobada, por mayoría, en mayo del 2010 y observada por el ex presidente Alan García. En esta nota básicamente queremos  referirnos al tema del consentimiento como derecho, que no ha sido regulado por la Ley, y que viene a ser una de las mayores exigencias de los pueblos indígenas y originarios.
 
La Ley, el Convenio 169 y el consentimiento
 
El consentimiento es recogido en la Ley, pero únicamente como uno de los objetivos de la consulta. En realidad, ésta recoge la regulación establecida en el Convenio 169 de la OIT, que señala que la finalidad de la consulta es llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas. Pero además, el tratado consagra en su artículo 16.2 al consentimiento como un derecho de los pueblos “cuando excepcionalmente el traslado y la reubicación de esos pueblos se consideren necesarios”. La diferencia es cualitativamente resaltante. En un caso, el consentimiento es solo uno de los fines esperados más no imperativo; en otro, es un derecho de los pueblos y por tanto, el Estado está obligado a obtenerlo.
 
Sin embargo, el Convenio 169 no otorga el derecho a veto, pues en el mismo inciso indica que “cuando no pueda obtenerse su consentimiento, el traslado y la reubicación sólo deberá tener lugar al término de procedimientos adecuados establecidos por la legislación nacional, incluidas encuestas públicas, cuando haya lugar, en que los pueblos interesados tengan la posibilidad de estar efectivamente representados”. Y añade, en el artículo 16.4: “cuando el retorno no sea posible, tal como se determine por acuerdo o, en ausencia de tales acuerdos, por medio de procedimientos adecuados, dichos pueblos deberán recibir, en todos los casos posibles, tierras cuya calidad y cuyo estatuto jurídico sean por lo menos iguales a los de las tierras que ocupaban anteriormente, y que les permitan subvenir a sus necesidades y garantizar su desarrollo futuro”. En buena cuenta, de acuerdo al Convenio 169, con o sin su consentimiento, pueblos enteros podrían ser desplazados de sus territorios, sin perjuicio de las indemnizaciones a que tendrían derecho.
 
Si tenemos en cuenta que, finalmente, los Estados son los amos y señores del Derecho Internacional (aquel que crea los tratados), no resulta difícil entender por qué el Convenio 169, cuyo objetivo es establecer un marco protector de los derechos de pueblos indígenas, concede a los Estados el poder de decidir finalmente si lleva a cabo determinado proyecto o medida, aún cuando esto pueda significar el desplazamiento de pueblos enteros de sus territorios, y con las consecuencias que ello acarrearía para su existencia.
 
Pero el Convenio 169 de la OIT no es el único tratado internacional que ampara y puede ser aplicado a los pueblos indígenas, aunque indudablemente sea el más específico sobre el tema. Los pueblos indígenas de la Región están protegidos por otros instrumentos internacionales de derechos humanos, entre ellos la Convención Americana sobre Derechos Humanos (o Pacto de San José); y también, por las decisiones de su órgano de aplicación e interpretación, es decir, la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos (Corte IDH).
 
Jurisprudencia de la Corte IDH sobre el Derecho al Consentimiento
 
El Pacto de San José consagra en su artículo 12 el derecho a la propiedad. La Corte IDH –el órgano de interpretación y aplicación de este instrumento– ha establecido que tal derecho “comprende, entre otros, los derechos de los miembros de las comunidades indígenas en el marco de la propiedad comunal“[1]. A partir de ello, ha desarrollado una prolífica jurisprudencia en materia de pueblos indígenas relacionada con su derecho al territorio y a su propiedad, a los recursos naturales, a la consulta y a la participación, a la protección estatal, acceso a la justicia y reparación, entre otros[2]. Y dicha jurisprudencia es vinculante para el Perú; en suma, es obligatorio que las medidas internas, cualquiera sea su naturaleza, respeten los estándares establecidos por el tribunal interamericano. No hacerlo supone una contravención de las disposiciones de la Convención y puede conllevar –proceso contencioso de por medio– que se determine la responsabilidad internacional del Estado por no respetar o garantizar derechos humanos.
 
En el tema del consentimiento, la Corte IDH ha determinado que “cuando se trate de planes de desarrollo o de inversión a gran escala que tendrían un mayor impacto dentro del territorio […], el Estado tiene la obligación, no sólo de consultar […], sino también debe obtener el consentimiento libre, informado y previo de éstos, según sus costumbres y tradiciones[3]. Es decir, en determinados y excepcionales casos, el consentimiento no sólo es una de las finalidades de la consulta sino, además, un derecho fundamental de los pueblos indígenas que, aunque no creado  por un tratado, detenta la fuerza vinculante que le confiere ser producto de la jurisprudencia de un tribunal internacional.
 
De este modo, tal como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) lo interpreta, el requisito del consentimiento viene a ser “una salvaguarda reforzada de los derechos de los pueblos indígenas, dada su conexión directa con el derecho a la vida, a la identidad cultural y a otros derechos humanos esenciales, en relación con la ejecución de planes de desarrollo o inversión que afecten al contenido básico de dichos derechos. El deber de obtención del consentimiento responde, por lo tanto, a una lógica de proporcionalidad en relación con el derecho de propiedad indígena y otros derechos conexos”[4].
 
¿Y cuáles son estas circunstancias donde la obtención del consentimiento de los pueblos indígenas resulta obligatoria? Porque la referencia a “planes de desarrollo o de inversión a gran escala que tendrían un mayor impacto dentro del territorio”, no resulta del todo precisa. Al respecto, la CIDH y la Corte IDH han recogido los criterios del Relator Especial sobre los derechos de los pueblos indígenas de la ONU; así tenemos planes o proyectos a gran escala que tengan como efectos principales: pérdida de territorios, el desalojo, la migración y el posible reasentamiento, agotamiento de recursos necesarios para la subsistencia física y cultural, la destrucción y contaminación del ambiente tradicional, la desorganización social y comunitaria, los negativos impactos sanitarios y nutricionales de larga duración, o cuando se prevea el depósito o almacenamiento de sustancias peligrosas o tóxicas en tierras o territorios indígenas[5]. En suma, cuando se vayan a modificar sustancialmente las condiciones de vida, y aquello ponga en peligro la existencia del pueblo de que se trate.
 
Algunos no dudarán en alegar que el Convenio 169, en tanto es el instrumento referido íntegramente a la protección de los derechos e integridad indígenas, es el que debe prevalecer en todo lo concerniente a estos pueblos. Y que, al no establecer supuestos en donde la decisión de los Pueblos Indígenas de oponerse a determinados proyectos o medidas deba necesariamente ser acatada, es siempre el Estado quien tiene la última palabra. Sin embargo, ello no siempre es así, como ya hemos visto.
 
El consentimiento como derecho predominante
 
Uno de los principios más importantes que orientan el derecho internacional de los derechos humanos es el principio pro persona o pro homine, y su aplicación es vinculante. Se trata de “un criterio hermenéutico que informa todo el Derecho de  los derechos humanos, en virtud del cual se debe acudir a la norma más amplia o a la interpretación más extensiva, cuando se trata de reconocer derechos protegidos o, inversamente, a la norma o a la interpretación más restringida cuando se trata de establecer restricciones permanentes al ejercicio de los derechos o a su suspensión extraordinaria"[6]. En aplicación de este principio, tenemos que la interpretación más favorable a los pueblos indígenas es aquella emanada de la Corte Interamericana; son sus criterios, por tanto, de obligatoria aplicación a nivel interno, y tienen preponderancia frente al Convenio 169, y a la Ley, en el extremo referido al consentimiento como derecho.
 
A lo anterior se añade que la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU, en su artículo tercero, consagra el derecho de los pueblos a su libre determinación[7]. Y la libre determinación está reconocida internacionalmente como un derecho ius cogens; es decir, como una norma imperativa de derecho internacional que no admite acuerdo en contrario. En este contexto, la oposición de los pueblos indígenas a tal cual o tal proyecto por ser éste un peligro a su supervivencia, es el ejercicio de su libre determinación y de su derecho fundamental a existir, física y culturalmente.
 
Estamos claros, entonces, que en toda controversia o interpretación de las leyes, predomina la norma que ampara de manera más extensiva los derechos fundamentales. No por gusto la Corte Constitucional de Colombia ha sido enfática al establecer la prevalencia del interés de los pueblos indígenas en determinados casos[8]: “en el evento en que se exploren las alternativas menos lesivas para las comunidades étnicas y de dicho proceso resulte probado que todas son perjudiciales y que la intervención conllevaría al aniquilamiento o desaparecimiento de los grupos, prevalecerá la protección la protección de los derechos de las comunidades étnicas bajo el principio de interpretación pro homine”[9].
 
Por tanto, aunque la Ley de Consulta aprobada no lo contemple, los pueblos indígenas sí tienen derecho a veto cuando la integridad de su pueblo sea puesta en eminente peligro con el proyecto o medida consultada, y por ello, lógicamente, no se haya obtenido su consentimiento libre, previo e informado. Porque el tema central es ese: el reconocimiento y ejercicio del derecho al consentimiento, para el cual esta Ley es apenas un primer paso.
 
La Ley de Consulta ha sido por fin promulgada y hay que esperar su reglamento. Éste no podrá mejorarla, pero esperemos que en su proceso de elaboración y aprobación se conceda espacio a las organizaciones de los pueblos indígenas.
 
Finalmente, hay que dejar en claro que no se trata de oponerse al “desarrollo” del país, sino de la supervivencia cultural y física de estos pueblos. Porque como afirma Raquel Yrigoyen, “ningún Estado tiene derecho a exterminar un pueblo porque haya intereses aparentemente de una mayoría que serían ‘más importantes’ que los de una minoría”[10]. El derecho y la comunidad internacionales han avanzado considerablemente en materia de protección de los pueblos indígenas como para tolerar o justificar la extinción de grupos humanos en nombr