¿Cuánro nos importa la guerra? (Ecuador)
La jornada mundial de movilización contra la guerra realizada el 15 de febrero fue contundente, esperanzadora. En ciudades de todos los continentes la gente salió masivamente a las calles para decir “no a la guerra”, “no en nuestro nombre”, “la paz siempre y de todos modos”, “paz sí, guerra no”, expresando voluntades y sentimientos compartidos por la mayoría de la humanidad.
Y sí, aquí la guerra nos importa porque somos parte de esa humanidad que ante esta amenaza es esencialmente una, que tiene ante sí un destino común, que es cada vez más interdependiente. Nos importa, como no, porque torna más irracional e injusto el funcionamiento económico, al incrementar los recursos orientados a la destrucción y la muerte, ahondando el empobrecimiento masivo que es ya una suerte de “guerra de baja intensidad”. Nos importa también porque obedece a una estrategia imperial que tiene en la mira al mundo –no sólo a Irak-, y en nuestro continente de manera particular a Colombia, lo que, ni hace falta decirlo, nos coloca en la línea de fuego.
Los intereses que mueven esta estrategia son claramente percibidos por la gente en el planeta, como ilustra el resultado de una encuesta mundial hecha por la revista Time, preguntando cuál país representa la mayor amenaza para la paz mundial: Irak, Corea del Norte o USA; el 85% de las respuestas señalan a este último.
Así, ningún momento peor para declarar al país, sin nuestro consentimiento, el mejor aliado de las políticas del gobierno norteamericano, y hacer compromisos en esa dirección, como acaba ocurrir en el marco de la visita presidencial a Washington y Nueva York. Esa desatinada retribución a las “atenciones” recibidas, o al mayor endeudamiento acordado, no tiene el menor justificativo.
Y esto hace que la guerra nos importe y nos comprometa más aún. Favorecer la guerra, en cualquier escala y bajo cualquier pretexto, no sólo es incompatible, sino que contradice el objetivo de combatir la pobreza. Alinear al país en la política belicista imperial nos expone más a sus efectos, nos torna más vulnerables.
La guerra es la peor tragedia que puede ocurrirle a un país, al mundo. Los costos humanos, económicos y de todo orden, son de tal naturaleza, que nada –menos el dinero- puede compensarlos o repararlos. Para las mujeres, la guerra en sí es la expresión exacerbada del machismo, que tiene como modus operandi la violencia y el autoritarismo. En la vida de las mujeres del mundo, estos episodios han quedado grabados con el dolor del exterminio, del éxodo, de las violaciones masivas o “selectivas”, del acentuado comercio sexual; con la destrucción del ambiente, de la base productiva, y del tejido social que sustentan, mal que bien, la sobrevivencia; con los inimaginables esfuerzos que supone mantener la atención y cuidado de la vida de menores y dependientes en medio del caos y el desastre. En nuestro país, son experiencias de triste actualidad para las mujeres de la frontera norte.
Los medios anticipan que la guerra se hará de todos modos, que la prepotencia –o la desesperación?- del gobierno Bush es tal que no hay instancias internacionales, maniobras diplomáticas o arreglos geopolíticos capaces de persuadir o controlar sus decisiones. ¿Debemos resignarnos a este designio? O estamos llamados, más aún ahora que tenemos casa adentro un flamante aliado, a sumar las nuestras a las voces y acciones que en el mundo se despliegan con la esperanza de detener la barbarie?
*REMTE-Ec.