Ecuador: El TLC y sus elitistas defensores
La demanda indígena por la realización de una Consulta Popular a fin de verificar el juicio ciudadano respecto a la aprobación del Tratado de Libre Comercio (TLC) tiene implicaciones que van más allá de la contestación a los contenidos del acuerdo comercial (lo sustantivo) y que conciernen un cuestionamiento de los modos con que se han llevado a cabo las negociaciones y de las vías que se dibujan para su posterior ratificación (lo procedimental). Detenerse en este nivel del problema permite evaluar críticamente las respuestas de un importante bloque de la opinión pública dominante a la luz de los supuestos teóricos y normativos con que el liberalismo político, tradición de pensamiento que los inspira, entiende la cuestión de la legitimidad democrática. Al colocar a ésta última en el centro del análisis del vigente diferendo público es lógicamente factible observar los límites del proceso político que validaría al TLC y establecer criterios normativos y procedimentales alternos para que ello ocurra en un modo efectivamente democrático.
La confidencialidad impuesta por los EEUU como exigencia política para asegurar el buen curso de las negociaciones bilaterales ha implicado, al mismo tiempo, el aislamiento público de unos cuerpos negociadores que operan bajo nulos mecanismos de rendición de cuentas y control social (¿Cómo fueron, por ejemplo, designados? ¿a qué sectores representan?), así como una insuficiente circulación de información precisa y conocimiento desagregado sobre los términos y avances de los diálogos (al menos un 60% de los ecuatorianos afirma, según encuestas recientes, que su conocimiento sobre el TLC es de todo insuficiente).
Más allá de las diversas interpretaciones sobre la movilización indígena de los días recientes es de fuerza constatar que han tenido como efecto la ampliación del radio de discusión social sobre el TLC. El conflicto político de los últimos días ha hecho que los diversos canales de la opinión pública funcionen como una caja de resonancia en que las dudas, miedos, prejuicios y 'saberes' parciales de la ciudadanía se reproduzcan y levanten interrogantes que, hasta ahora, se habían mantenido al interior de los círculos de poder corporativos, tecnocráticos y/o académicos próximos al tema.
Las credenciales democráticas de la clase política, de las elites económicas y de los líderes de opinión que conducen y sostienen la aprobación del tratado podrían haberse verificado si, aprovechando la inicial apertura del debate que han provocado sus decididos detractores, hubiesen manifestado una mínima voluntad para emprender un real proceso de rendición de cuentas, información y comunicación pública sobre los avances y las perspectivas de las negociaciones comerciales sobre cuya base la ciudadanía pueda construir un juicio razonable respecto de la pertinencia de un TLC con los EE.UU.
No ocurrió así, al contrario: la reacción de tales sectores hace pensar que lo que ellos menos desean es, precisamente, la ampliación del debate público y sus implicaciones en la legitimación del tratado. En diversos tonos, en efecto, han insistido en descalificar la pertinencia de una Consulta Popular -el Presidente la ha negado en reiteradas veces de modo tajante- y en minusvalorar la necesidad de que la ciudadanía construya sus preferencias sobre el TLC en base a un real conocimiento de sus significados y consecuencias. En una nítida afirmación de elitismo político han sostenido que la eficacia de la negociaciones depende de que estas se circunscriban a los 'informados' y de que se ratifiquen por el exclusivo medio de las instancias representativas existentes (2). El calculado silencio de los partidos ha abonado el terreno para la afirmación de dichas tesis:
- Pregunta del periodista: "¿cree que el ciudadano común sabe lo que es el TLC?" - El empresario entrevistado: "No es necesario que entienda con profundidad, tiene que beneficiarse. Para eso existen las cúpulas empresariales que buscan el bienestar. El tema es complejo, por eso se lo delega a negociadores con conocimientos técnicos" (El Comercio, 22-03-2006).
Parece del todo optimista, entonces, el analista que anuncia que el tiempo de la infantilización del movimiento indio ha terminado (3), No solo que "la presunción de su capitis diminutio como estigma histórico" sigue manifiesta en el discurso colonial con que gran parte de las elites dirigentes (4) se refieren al movimiento sino que además, en este caso, dicha presunción se extiende a todo aquel cuyo saber profano le inhabilita para entender el abstruso mundo de los altos negocios. Esta supuesta incompetencia -que en el discurso elitista local aparece como una cuestión de orden individual o privado y no como parte de estructurados procesos de exclusión social y control político- justificaría otra exclusión: la de su posibilidad de participar en la decisión política sobre el futuro del tratado.
Desde Weber, las concepciones elitistas de la democracia han sostenido que la participación popular es incompatible con la complejidad de la conducción gubernativa que exige la moderna administración pública. De ahí que sea necesario trasladar todo el poder decisorio a unas elites dirigentes seleccionadas una vez cada tanto por las masas irracionales (Schumpeter) o apáticas (Downs). En tal visión, la perdurabilidad y eficiencia de la democracia requiere la restricción de los espacios en que la acción política tiene lugar, la limitación del número de participantes en las deliberaciones políticas y el desplazamiento de la participación ciudadana de la movilización al voto. Por medio de éste cada uno expresa sus expectativas y preferencias frente a las alternativas políticas que les ofrecen sus futuros representantes y, al hacerlo, legitiman las decisiones que ellos habrán de tomar en su nombre.
Es evidente que en esta perspectiva la democracia queda disociada de la opinión pública en un doble sentido: el poder decisorio de las elites vuelve irrelevante la formación de espacios de opinión y, a nivel del sistema de gobierno, es posible prescindir del debate público para alcanzar una cierta racionalidad política (siempre imperfecta). Esta disociación es factible no solo por la restrictiva comprensión de la soberanía popular (concentrada en el voto) que subyace a estas corrientes, sino en la medida en que para el liberalismo político -del que beben los elitistas democráticos y que inspira, no sin distorsiones, a los elitistas criollos- las preferencias individuales están ya formadas en el momento de tomar una decisión política: cada individuo conoce exactamente lo que quiere y no le queda más que aplicar sus criterios de evaluación frente a las alternativas propuestas. El intercambio y el debate públicos carecen entonces de utilidad sustantiva en la formación de los juicios ciudadanos -existe entre ellos una relación de exterioridad- y son apreciados, más bien, como parte del sistema de libertades políticas formalmente garantizadas.
Las cosas son, no obstante, más complicadas que eso. Los individuos, aún a pesar de nuestros elitistas criollos -muy poco fieles, en este punto, a los preceptos liberales y más cercanos a los imaginarios coloniales del poder y el saber-, cuentan siempre con algún bagaje de información y con ciertas preferencias, más o menos delineadas, sobre las diferentes situaciones políticas frente a las que deben tomar partido o emitir un juicio. Es cierto, sin embargo, que tales informaciones y preferencias están muy a menudo incompletas o son confusas, inciertas y contradictorias. Pero es, precisamente, a través de la apertura del debate público, de la participación en múltiples espacios de deliberación colectiva -formales e informales; fuertes y débiles (Fraser)- y de la confrontación de argumentos, que cada uno completa y/o corrige su información, busca alternativas y ajusta sus preferencias, llegando a modificar incluso, si es el caso, sus objetivos iniciales. La deliberación y la argumentación en público (la opinión pública), si bien exigen unas mínimas destrezas y competencias ciudadanas, tienen por sí mismas unos efectos educadores y formativos en los que en ellas se implican (J.S Mill).
La noción de un individuo con "juicios inacabados" / con una "voluntad en construcción" sugiere otra forma de producir la legitimidad de las decisiones políticas en las democracias modernas: la decisión legítima no proviene de la voluntad de todos (reducida, además, en las democracias existentes al principio de la unanimidad y a la expresión de la mayoría) sino aquella que resulta del debate de todos. "Es el proceso de formación de las voluntades el que confiere legitimidad a un resultado político, no las voluntades ya formadas…La ley es el resultado de la deliberación general y no de la expresión de la voluntad general" (Manin, 1985: 84-85) (5). En vista de que las decisiones políticas tienen como especial atributo el hecho de afectar a todos los miembros de la comunidad política es necesario, como condición esencial para su legitimidad democrática, propiciar el derecho de todos a participar en las deliberaciones públicas que las sostienen. Esa mecánica asegura: a) la confrontación de una pluralidad de puntos de vista y argumentos de entre los cuales cada individuo tiene la libertad de elegir; y, b) eleva la racionalidad global del proceso político, en vista de que el intercambio de argumentos y críticas produce nueva información y permite que cada uno compare las visiones existentes y justifique su particular opción.
No se trata, por ende, de sostener únicamente la necesidad de que la aprobación o rechazo del TLC se produzca por medio de una Consulta Popular, como instancia final de decisión política, sino de conectar este momento decisorio con la intensa actividad de la opinión pública. Para el efecto se requiere que el gobierno nacional provea, lo antes posible, la más amplia y transparente información sobre los específicos contenidos del avance de las negociaciones (y de sus implicaciones), y que garantice una participación equitativa en los medios de comunicación a los puntos de vista confrontados. Un debate robusto y razonable, que permita a los individuos afinar sus juicios, solo puede darse en condiciones de un igual acceso a la información y a la toma de la palabra. Una tal exigencia normativa requeriría, entonces, de específicos mecanismos para asegurar la adecuada comprensión y participación de las capas dominadas y menos favorecidas en el proceso deliberativo: solo la existencia de tales medidas puede contra-balancear efectivamente el acceso privilegiado de los más poderosos (en términos de su capital cultural, social y económico) al espacio público y al proceso de toma de decisiones. Podrá objetarse que ninguna decisión legítima puede provenir de un cuerpo político que carece desde hace tiempo, precisamente, de legitimidad; puede también plantearse la improbabilidad de que semejante proceso de legitimación democrática pueda ser permitido y autorizado por una clase política habituada a funcionar a las espaldas de la opinión pública y desde la pura lógica del pequeño interés y la fuerza. Ambos argumentos no están exentos de realismo político.
De la segunda objeción han empezado a hacerse cargo los movimiento sociales, abanderados en el movimiento indio, a través de medios extraparlamentarios -los únicos con los que muchas veces cuentan los sectores subalternos para establecer límites a los grupos y clases dominantes (6)- y se han hecho eco ya diversos líderes de opinión e incluso algunas figuras políticas. Alcanzar la apertura de un proceso efectivamente democrático de decisión política respecto al futuro del TLC (la convocatoria a la Consulta) dependerá, muy seguramente, de las demostraciones de fuerza y poder que puedan hacer sus detractores y del apoyo que puedan alcanzar en diversos e influyentes sectores de opinión. El tempo de las negociaciones y del posterior proceso de ratificación política puede, sin embargo, hacer que el tema del TLC ingrese como factor dirimente en la próxima campaña electoral, algo que le dará mayor resonancia en el debate público y que conduciría a un cambio de estrategias de los bloques confrontados. La misma dinámica de la política determinará, en cualquier caso, la resolución de este dilema.
La primera objeción requiere otro tipo de argumento: salir de la realpolitik y recobrar una mirada normativa. Es cierto, el gobierno y la clase política, y con ellos, la misma política, carecen de una base mínima de confianza ciudadana y legitimidad democrática. El último Abril fue un momento en que tal malestar adquirió radicales dimensiones. Nada señala que desde entonces las cosas se hayan modificado en una dirección esperanzadora. No es, sin embargo, deseable que este espíritu anti-político se extienda en escala y en tiempo. Sin el reconocimiento de la centralidad de lo político ninguna sociedad puede auto-gobernarse y reclamarse como soberana. Solo de la misma política depende, no obstante, la recuperación de su estatuto. Optar por un proceso radicalmente democrático de formación de la voluntad popular respecto a un tema, como el TLC, de profundas implicaciones para el futuro del país puede, precisamente, proporcionar la ocasión para recuperar la dimensión constitutiva de la política, para evidenciar su autonomía respecto de los poderes fácticos, y para avanzar en la relegitimación de las instituciones democráticas. No está en juego cualquier cosa. Se trata, solo por mencionar un elemento que apenas ha aparecido en el debate, de un proceso con consecuencias inter-generacionales: los niños y jóvenes de hoy serán quienes reciban los mayores impactos de una medida sobre la que, en principio, no habrán tenido ocasión de decidir. Los acuerdos comerciales funcionarán, además, como dispositivos de regulación de la política local, forzando así a cambios constitucionales y a nuevos modos de intervención estatal. Nada de esto puede ser decidido de modo unidimensional por una clase política deslegitimada; ello solo aceleraría el desprestigio de la política y la polarización social que, desde ya, genera el tratado. La gestión escasamente democrática de las reformas neoliberales, así como sus perniciosos efectos en las condiciones de vida de la población, han conducido a una prolongada crisis de legitimidad estatal en casi todos los países de la región. Las señales del fin de un ciclo político se multiplican. Cabe entonces viabilizar las decisiones adecuadas para anticipar un tránsito aún más turbulento hacia nuevos escenarios. Los agentes políticos deben recobrar el sentido de la democracia y actuar a la altura de las circunstancias. Al fin y al cabo sólo se está demandando que dejen fluir los procedimientos para que la participación social recupere el lugar que le corresponde en el juego democrático: la de poder constituyente. Por extraño que parezca, actuar democráticamente puede ir incluso al encuentro de su interés: devolvería una cierta dignidad a su oficio en plenos tiempos de campaña y renovación de representantes. ¿O, acaso, en el largo baile de los cínicos ninguna virtud paga doble?
Madrid, 29 marzo 2006
Notas
(1) Franklin Ramírez Gallegos, Sociólogo, Taller El Colectivo.
(2) El editorial del Diario El Comercio, "El TLC obtiene su naturalización", del Jueves 23 de marzo 2006 ilustra a cabalidad el tipo de argumento elitista al que hacemos referencia. Cito a continuación uno de sus párrafos: "…hay que admitir que el TLC entró al debate global y que si se firma o no, será con conocimiento y mediana información. Por estos motivos la opción de una consulta carece de seriedad técnica, aunque constituya una válvula de escape política. Para estos casos, nuestra Constitución dispone de suficientes controles y filtros como son la suscripción soberana del Ejecutivo, la aprobación del Tribunal Constitucional y la ratificación final de parte del Congreso Nacional".
(3) Ver Fernando Bustamante, Editorial, periódico HOY, 24-03-2006.
(4) El diputado socialcristiano A. Harb dijo, según El Comercio, que "es irresponsable hacerlo (convocar a una Consulta Popular) porque los propios sectores que protestan, como la CONAIE, ni siquiera saben de que se trata el TLC". El artículo finalizaba con una alusión a un destacado dirigente empresarial: "Éste es el único punto con el cual Pinto concuerda" (Ver "TLC: el Congreso calla por imagen", 22-03-2006).
(5) Bernard Mani, 1985, "Volonté générale ou délibération?". Esquisse d'une théorie de la déliberation politique". La cita ha sido traducida del francés por el autor del texto.
(6) Los discursos elitistas (Ver, por ejemplo, las declaraciones de R. Aspiazu o F. Corral en El Comercio del 22 de marzo 2006, "La CONAIE no recogió firmas anti TLC en 17 meses") han objetado a la CONAIE su incapacidad para encaminar una convocatoria a Consulta Popular a través de los mecanismos participativos estipulados en la Constitución. Hacen alusión a la fallida campaña del movimiento indio y de otras organizaciones sociales opuestas al TLC para recolectar el 8% de firmas del padrón electoral exigidas para solicitar una convocatoria a consulta popular nacional. Si bien algunos problemas organizativos internos determinaron una baja eficacia de tal campaña, los requisitos que impusieron los partidos para hacer viables éste y otros mecanismos participativos son altamente restrictivos (y busca asegurar su control total del proceso político): no solo que la obtención del número de firmas fijado (700.000 aproximadamente) requiere, para ser realistas, de una mínima maquinaria electoral, de la que la ciudadanía carece, sino que además la legislación no establece ninguna disposición para que los promotores de una iniciativa tengan acceso a los medios de comunicación social e incluso, en el caso de que alcance su propósito, el pronunciamiento ciudadano solo será válido si no alcanza la mayoría absoluta de los votantes, requisito inexistente para otras elecciones en las que sólo se contabilizan los votos considerados "válidos" (Ver Virgilio Hernández, "El hundimiento de la República", s.e, 2006)
Fuente: http://www.lainsignia.org/index.html 2 de abril del 2006