LOS PECADOS DE HAITI

2006-02-28 00:00:00

LOS PECADOS DE HAITI
Eduardo Galeano

La democracia haitiana nació hace un ratito. En su breve
tiempo de vida, esta criatura hambrienta y enferma no ha recibido más que
bofetadas. Estaba recién nacida, en los días de fiesta de 1991, cuando
fue asesinada por el cuartelazo del general Raoul Cedras. Tres años más
tarde, resucitó. Después de haber puesto y sacado a tantos dictadores
militares, Estados Unidos sacó y puso al presidente Jean-Bertrand
Aristide, que había sido el primer gobernante electo por voto popular en toda
la historia de Haití y que había tenido la loca ocurrencia de querer un
país menos injusto.

El voto y el veto

Para borrar las huellas de la participación estadounidense en la
dictadura carnicera del general Cedras, los infantes de marina se llevaron
160 mil páginas de los archivos secretos. Aristide regresó encadenado.
Le dieron permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el
poder. Su sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de los
votos, pero más poder que Préval tiene cualquier mandón de cuarta categoría
del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no
lo haya elegido ni con un voto siquiera.

Más que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que
Préval, o alguno de sus ministros, pide créditos internacionales para dar
pan a los hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los
campesinos, no recibe respuesta, o le contestan ordenándole:

Recite la lección. Y como el gobierno haitiano no termina de
aprender que hay que desmantelar los pocos servicios públicos que quedan,
últimos pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados del mundo,
los profesores dan por perdido el examen.

La coartada demográfica

A fines del año pasado cuatro diputados alemanes visitaron Haití. No
bien llegaron, la miseria del pueblo les golpeó los ojos. Entonces el
embajador de Alemania les explicó, en Port-au-Prince, cuál es el
problema:

Este es un país superpoblado -dijo-. La mujer haitiana siempre
quiere, y el hombre haitiano siempre puede.
Y se rió. Los diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried
Wolf, consultó las cifras. Y comprobó que Haití es, con El Salvador, el
país más superpoblado de las Américas, pero está tan superpoblado como
Alemania: tiene casi la misma cantidad de habitantes por quilómetro
cuadrado.

En sus días en Haití, el diputado Wolf no sólo fue golpeado por la
miseria: también fue deslumbrado por la capacidad de belleza de los
pintores populares. Y llegó a la conclusión de que Haití está
superpoblado... de artistas.

En realidad, la coartada demográfica es más o menos reciente. Hasta
hace algunos años, las potencias occidentales hablaban más claro.

La tradición racista

Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se
retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank
y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a
los extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado,
justificó la larga y feroz ocupación militar explicando que la raza negra es
incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene "una tendencia inherente a
la vida salvaje y una incapacidad física de civilización". Uno de los
responsables de la invasión, William Philips, había incubado tiempo antes
la sagaz idea: "Este es un pueblo inferior, incapaz de conservar la
civilización que habían dejado los franceses".

Haití había sido la perla de la corona, la colonia más rica de
Francia: una gran plantación de azúcar, con mano de obra esclava. En El
espíritu de las leyes, Montesquieu lo había explicado sin pelos en la
lengua: "El azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su
producción. Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y
tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima.
Resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un
alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro".

En cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del mayoral. Los
esclavos no se distinguían por su voluntad de trabajo. Los negros eran
esclavos por naturaleza y vagos también por naturaleza, y la naturaleza,
cómplice del orden social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al
amo y el amo debía castigar al esclavo, que no mostraba el menor
entusiasmo a la hora de cumplir con el designio divino. Karl von Linneo,
contemporáneo de Montesquieu, había retratado al negro con precisión
científica: "Vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de costumbres
disolutas". Más generosamente, otro contemporáneo, David Hume, había
comprobado que el negro "puede desarrollar ciertas habilidades humanas, como
el loro que habla algunas palabras".

La humillación imperdonable

En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a las tropas
de Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás esta humillación
infligida a la raza blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas.
Estados Unidos había conquistado antes su independencia, pero tenía
medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de
tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que todos los hombres
son iguales, pero también decía que los negros han sido, son y serán
inferiores.

La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana
había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las
calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la
población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación
recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le
vendía, nadie la reconocía.

El delito de la dignidad

Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje
de firmar el reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había
podido reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya
España lo había derrotado, gracias al apoyo de Haití.

El gobierno haitiano le había entregado siete naves y muchas armas y
soldados, con la única condición de que Bolívar liberara a los
esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Bolívar cumplió
con este compromiso, pero después de su victoria, cuando ya gobernaba la
Gran Colombia, dio la espalda al país que lo había salvado. Y cuando
convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó a
Haití pero invitó a Inglaterra.

Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años después del fin
de la guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio
francés de la anatomía, descubría en París que los negros son primitivos
porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces,
Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras militares, que
destinaban los famélicos recursos del país al pago de la deuda francesa: Europa
había impuesto a Haití la obligación de pagar a Francia una
indemnización gigantesca, a modo de perdón por haber cometido el delito de la
dignidad.

La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene
dimensiones de tragedia, es también una historia del racismo en la
civilización occidental.

Brecha 556, Montevideo, 26 de julio de 1996.