Trabajo o explotación sexual? (Ecuador)
El llamado “oficio más antiguo del mundo” no ha logrado alcanzar, tras siglos, su pleno reconocimiento como trabajo, con las implicaciones simbólicas, económicas y de derechos que esto tiene, aún en el marco de generalizada precariedad laboral a que nos ha conducido el ajuste neoliberal. Y, paradójicamente, tal oficio parecería ser un muy anticipado precursor del totalitarismo de mercado, pues se trata de la compra-venta del cuerpo y de una relación humana, algo quizá plenamente admisible sólo bajo el esquema neoliberal que va transformándolo todo en transacción de mercado.
La controversia está latente: es la prostitución un trabajo? es el trabajo sexual una actividad económica? Se trata de un debate que abarca desde aspectos filosóficos hasta otros muy pragmáticos, y que resulta importante para la sociedad toda, no sólo para las mujeres, hombres, transgéneros y –horror- niñas y niños directamente involucrados en la prestación de servicios; debería serlo de manera particular para los demandantes, protagonistas casi siempre invisibles al tratar el tema.
La prostitución hace parte de una “industria sexual” en auge a nivel mundial, que comprende burdeles y clubes, revistas, videos, servicios telefónicos, e incluye publicidad explícita. Los porcentajes de migrantes entre personas dedicadas a este trabajo en Europa sorprenden: 90% en Italia, 25% en Suecia y Noruega, 85% en Austria, 62% en el norte de Alemania y 32% en el sur, 68% en Holanda y 45% en Bélgica, 50% en España.
Tras esas cifras no hay realidades homogéneas sino, como analiza la investigadora Laura Agustín, diversidad en cuanto al acceso, ingresos, actividades, condiciones de trabajo, autopercepciones. Habría también variedad de habilidades laborales implicadas.
Desde otra perspectiva, la Coalición Contra el Tráfico de Mujeres considera la prostitución como una de las formas de violencia contra las mujeres. Enfatiza que ejecutar actos sexuales, fingir disfrute sexual, aguantar cualquier manera de violación corporal y permitir que su cuerpo sea usado de cualquier forma imaginable por otra persona, no constituye una experiencia laboral, y pregunta “¿A qué niña alentaríamos a desarrollar esas "habilidades?".
Esta organización se opone al reconocimiento de la categoría “trabajadora comercial del sexo”, ya que “profesionalizar la prostitución no dignifica ni mejora la situación de la mujer. Simplemente dignifica y profesionaliza la industria del sexo y a los hombres que pagan los cuerpos de las mujeres y niños”. Registrar a estas mujeres como trabajadoras en los sistemas nacionales de contabilidad, eximiría a los gobiernos de su responsabilidad de crear empleos sostenibles, dignos y disponibles para las mujeres, afirma.
Y eso es justamente lo que recomienda la Organización Internacional del Trabajo (OIT): incluir la industria sexual en las cuentas oficiales. Esto llevaría, por un lado, a formalizar y regularizar una actividad que por su alcance puede significar contribuciones enormes a economías regionales y nacionales en términos de impuestos y permisos, y por otro, a mejorar la situación de quienes son empleados como trabajadores sexuales.
Visto el asunto ya acotado al tiempo y espacio de nuestro país, puede entenderse que la recesión económica, el desempleo, la caída de los ingresos lleven a las mujeres a aumentar la oferta de estos servicios, pero, qué explica el correspondiente incremento de la demanda? Cómo el empobrecimiento posibilita que los varones demanden más servicios sexuales? Es sin duda un contrasentido en el que nadie parecer reparar, y un desafío para las explicaciones económicas.
De su lado, y más allá de cualquier debate teórico, las trabajadoras sexuales de Quito, afectadas por el estigma que pesa sobre su actividad, la reivindican, justifican y legitiman apelando al uso de los ingresos generados pues, como subrayan, son jefas de hogar, madres de familia, ganan el pan para sus hijos.
El conflicto que se ha dado en Quito a propósito de la reubicación de burdeles representa una oportunidad para impulsar cambios urgentes: reconocer a las trabajadoras como tales, promover sus derechos, distanciar su actividad del entorno de explotación en que se desenvuelve y de otras que aparecen como conexas: consumo de alcohol y drogas.....
Al Municipio no sólo le compete el tema por sus atribuciones frente al “uso del suelo”, sino porque tiene un compromiso más amplio de promoción de derechos ciudadanos y de calidad de la vida. Entonces, por qué no emular experiencias municipales como las desarrolladas en Holanda al respecto? Por qué no buscar alternativas que en vez de reiterar en la mediación con los “dueños de los burdeles”, traten de juntar a trabajadoras-es sexuales y otras personas e instituciones, en el común propósito de cambiar las condiciones de trabajo, creando espacios dignos, seguros y autónomos para quienes se han visto en el imperativo de ejercer este oficio?
* Magdalena León T., Red Latinoamericana Mujeres Transformando la Economía.