La institucionalidad secuestrada
Según la Sala IV, el TLC y la Constitución son el matrimonio perfecto. La derecha telecista celebra con júbilo y suelta la verborrea esperable. Primero, que con esa decisión queda enterrada toda posible crítica al Tratado. Segundo, que cualquier cuestionamiento en contra del proceder de la Sala o de su resolución, implica irrespeto a la institucionalidad. El primero de estos puntos –que el telecimo ya anda repitiendo como lorito dopado- no merece ni tan siquiera ser discutido. Es de una estupidez tal que pone en ridículo a quien lo pronuncia. Problema de ellos si quieren hacer el papelón intentando convencer a alguien de que los cinco magistrados del cuento son expertos en todo y, como Dios, infalibles en sus apreciaciones. La segunda aseveración demanda un análisis cuidadoso, no porque tenga ni un gramo menos de mentira que la otra, sino porque es mucho más tramposa y manipulable.
La institucionalidad telecista. Supuestos detrás de la farsa
Acababa de salir al conocimiento público la resolución de marras, y de inmediato un profesor de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Costa Rica lanzó a la red interna de esa unidad académica una demanda imperativa: la escuela ha de pronunciarse a favor de la institucionalidad. En el ir y venir de mensajes, y frente a respuestas que disentían de tan apresurada pretensión, fácilmente se puso en evidencia la idea detrás de la cual se andaba: cuestionar la resolución resultaba atentatorio contra la institucionalidad y, siendo esto inaceptable y muy peligroso, debía ser rechazado a priori y en términos tajantes. Así lo dice la oligarquía y su prensa. El que en ámbitos académicos se reiteren fórmulas tan maniqueas al menos permite ratificar que en la Universidad de Costa Rica hay respeto por todas las ideas y plena libertad para expresarlas.
Se trata de una posición de principios en el sentido más estrecho del término. Lo que hace –aún si es implícita o inconscientemente- es sentar un conjunto de premisas, que quedan afirmadas como principios inamovibles. Eso proporciona la base desde la cual se deducen las conclusiones que se desea obtener ¿Cuáles son esas premisas o supuestos? Brevemente los enumero:
1) La institucionalidad, y en consecuencia la ley, son un valor en sí mismas. Valen porque sí, al margen de cualquier interpelación, no digamos política, pero ni siquiera ética.
2) En consecuencia, la Sala IV, por el hecho de ser parte de esa institucionalidad y estar fundada en esa ley, no puede ser cuestionada ni en su proceder ni en sus decisiones.
3) Puesto que la Sala IV es parte de una institucionalidad y una legalidad que valen por sí mismas, las resoluciones de ese Tribunal no solo son inapelables desde el punto de vista jurídico sino que, además, son incuestionables en sus contenidos específicos. Vale decir, son verdad en sí mismas y por definición. De forma similar, su proceder también resulta correcto por definición.
Si estas premisas no son válidas, igualmente se hace insostenible la aseveración de que cuestionar los contenidos de lo resuelto o las actuaciones de los jueces, equivale a atacar y subvertir la institucionalidad.
Alternativamente propongo considerar que esa institucionalidad, y las leyes que le sirven de fundamento así como las actuaciones de quienes ahí se desempeñan, no valen por sí mismas, sino que valen solamente en cuanto actúen con rectitud, justicia y razonabilidad y, por lo tanto, con respeto al pueblo, o sea, y más en concreto, respetando el derecho de este pueblo costarricense a tener una vida digna y decidir sobre sus destinos. Al proceder de esta forma, formulamos un criterio ético de raíz democrática y popular desde el cual enjuiciar la actuación y la legitimidad de este tribunal y, en general, las de cualquier órgano de la institucionalidad establecida, Y, por extensión, ello equivale a formular un criterio de valoración ética en relación con la actuación de las personas que administran esa institucionalidad, aplican las leyes y toman decisiones.
Un derecho ciudadano irrenunciable
Recordemos que la democracia en Costa Rica –así lo dice la propia Constitución seguramente inspirada en Rousseau- establece un principio fundacional esencial: la soberanía reside en el pueblo. Frente a este principio fundamental, un solo criterio ético tiene validez general por encima de banderías políticas o religiosas: la vida – pero no solo la vida humana- ha de ser guía para nuestra actuación personal, grupal y social. La razón de tal cosa, como lo ha mostrado Hinkelammert, es contundente: sin vida no hay sociedad, institucionalidad ni economía posibles. La vida es criterio ético irrenunciable, precisamente porque es condición sine-qua-non para dar viabilidad a cualquier proyecto humano. Y justo porque el neoliberalismo no lo acepta ni lo entiende, su proyecto es inviable en la medida en que conduce a la autodestrucción y la muerte.
Pero decir vida es decir vida concreta. Aquí no valen las evocaciones abstractas a la vida con que se complacen cierta moral y cierta religiosidad conservadoras. Por ese camino, y en el altar del dogma, fácilmente justifican y promueven el sacrificio de muchas vidas concretas. Vida concreta es la vida de las personas de carne y hueso y la de esa naturaleza con la cual podemos convivir con respeto y humildad o destruir irresponsablemente, destruyendo de paso nuestras propias vidas.
Decir vida concreta es hablar de la vida de ese pueblo costarricense concreto; el de la calle, el de todos los días. Es hablar entonces de su derecho a la salud y la educación; a un trabajo estable, un salario decente y una organización laboral independiente; al entretenimiento, la fiesta, el deporte y el arte; a ciudades limpias y seguras y playas abiertas y disfrutables; a techo y cobija; a barriadas agradables y pueblecitos dotados de todos los servicios necesarios; a la inclusión de lo diverso y a la convivencia respetuosa con las distintas formas de ser y vivir; a construir la familia como mejor le plazca a cada quien, según su propio proyecto de vida, gozando para ello de la necesaria tutela que el Estado debería proporcionarle. También a un sistema político e institucional abierto al escrutinio ciudadano; receptivo frente a las demandas populares; atento y respetuoso ante las voces de la ciudadanía.
En el fondo, eso es lo que aquí estamos debatiendo. Se trata de dilucidar si el pueblo es, o dejó de serlo, el verdadero depositario de la soberanía. Si el sistema institucional y político recoge fiel y correctamente ese principio, o si lo violenta y desconoce. Si ese sistema efectivamente trabaja en función del pueblo y los intereses y necesidades de su vida concreta, o si, por el contrario, está subordinado a los intereses de una minoría privilegiada.
En este sentido, la apelación principista a la democracia representativa no tiene más sentido que la dogmática acerca del respeto a la institucionalidad. Ese modelo de democracia es, sin más, parte de esta institucionalidad y está abierta a la misma interpelación ética. Vale si sirve para lo que debe servir, o sea, para hacer que la vida de la gente sea mejor. De otra forma podrá ser cuestionada por la ciudadanía, con el fin de reformarla, si eso fuera suficiente, o abolirla y sustituirla por algo distinto si es que el problema es de tal gravedad que amerita cambios de mayor envergadura.
La ciudadanía organizada que constituye el movimiento social contra el TLC, es la punta de lanza del pueblo costarricense; el sector políticamente más avanzado y maduro de ese pueblo. Por boca de esa ciudadanía organizada, este pueblo nuestro está articulando, con coherencia y solidez y, además, con pleno derecho, una interpelación ética dirigida a la institucionalidad vigente, a las leyes en que ésta se funda y los individuos concretos, mujeres y hombres que, desde dentro de esa institucionalidad, la administran y toman decisiones.
¿Qué hay detrás del actual desplome de la institucionalidad?
La institucionalidad está en entredicho, gravemente enferma y aquejada de terrible descrédito. Ese es un hecho evidente que, sin embargo, no es antojadizo ni azaroso. Tampoco es un problema restringido a la Sala IV ni que se exprese solamente por boca del movimiento ciudadano organizado opuesto al TLC. En cambio, es sentir popular ampliamente difundido. Se mira con desconfianza y decepción a los partidos y sus dirigencias; a la Asamblea Legislativa y el Poder Ejecutivo; a las municipalidades y al conjunto del poder judicial.
La razón de tal estado de cosas podría sintetizarse en lo siguiente: esta es una institucionalidad secuestrada.
Es decir, le ha sido arrebatada al pueblo, que es su dueño legítimo, y una vez hecha rehén, ha sido puesta al servicio de una oligarquía tan angurrienta como insensible y apátrida. Ilustrémoslo de forma sencilla: hace 20 años, las promesas electorales podían ser alegremente lanzadas al viento e irresponsablemente olvidadas una vez puestos en el poder. Pero conforme el mecanismo se reiteraba, la jarana salía a la cara y el pueblo costarricense –quizá un poco ingenuo, pero no tonto ni analfabeta- empezó a percibirlo. Al cabo, los partidos políticos y sus dirigencias han llegado a merecer del pueblo tanto respeto como el que se le tributaría a cualquier tipo comprobadamente mentiroso y ladrón.
La cosa seguramente tiene que ver con el ascenso ideológico del neoliberalismo y la poderosa influencia de una globalización neoliberal que marca una etapa histórica del capitalismo mundial, caracterizada por el triunfalismo irresponsable, la descomposición económica, social y política, la degradación moral y la agudización de la crisis ambiental. Las oligarquías criollas son un buen reflejo de tales realidades: avariciosas hasta el paroxismo; intransigentes e insensibles hasta el insulto.
¿Madame Bovary?
Muy poco dentro del aparato institucional logra mantenerse a salvo –al menos relativamente a salvo- del desastre. El neoliberalismo se ha adueñado de todos los centros de decisión y, desde ahí, intenta penetrar incluso los vasos capilares más finos de esa institucionalidad. A estas alturas su objetivo aparece casi plenamente consumado: ha logrado secuestrar el orden institucional para entregarlo a la voracidad de esas oligarquías criollas y, por intermedio de estas, a sus socios transnacionales.
La red se teje hacia el interior de la institucionalidad pública pero, de forma paralela, se articula en tejidos extendidos hacia lo externo. Lo primero es obvio: una presidencia imperial; una mayoría legislativa mecánica y sumisa; un Tribunal de Elecciones complaciente; una Sala IV acomodaticia. Lo segundo también, según se hace manifiesto en la alianza –que a estas alturas ya devino impúdica desnudez- entre las corporaciones mediáticas, las cúpulas empresariales, la embajada gringa y el poder político. En ese contexto, las universidades públicas – en especial tres de ellas- y la Defensoría permanecen como reductos que resisten el asedio. Y respecto de entidades como la Contraloría o la ARESEP, cuesta admitir que podamos siquiera concederles el beneficio de la duda. El ICE, desde luego, es historia aparte, porque es una institución que constituye, por derecho propio, un particular terreno de lucha: entre las cúpulas entregadas a los designios oligárquicos y a los juegos corruptos, y las bases laborales que intentan resistir tanta tropelía.
Por su parte, la resolución de la Sala IV que debatimos en estos días, así como el contexto en que esta se emite, ilustra con notable claridad la gravedad extrema que el problema ha adquirido. Primero, que hubiesen magistrados –uno solo ya resultaba patético- que rechazaban como inadmisible la consulta. Segundo, la contundencia con que la mayoría de cinco afirma que no hay una sola inconstitucionalidad, no obstante que un razonamiento levemente riguroso concluiría que, como mínimo, existen muchas torerías que, de no ser inconstitucionales, en todo caso tienen una facha que ayúdeme a decir. Tercero, la frescura con que se legitiman procedimientos manifiestamente amañados y violentos ¿Qué se pone de manifiesto? La sordera frente a los argumentos; la soberbia frente al clamor ciudadano; la arrogancia que tira puertas y cierra canales de diálogo y entendimiento.
Uno no puede evitar preguntarse: ¿Acaso la Sala IV, como Madame Bovary, y dominada por pasiones fuera de su control, habrá querido, por propia decisión, tomar el veneno que podría aniquilarla?
Rescatemos la democracia
La institucionalidad ha sido subvertida, violentada, afrentada, corrompida por los mismos en cuyas manos se depositó la responsabilidad de administrarla. Ellos están ignorando la ley y pisoteando la Constitución. Ellos y tan solo ellos. No el movimiento ciudadano que reclama y denuncia. No el movimiento ciudadano que tan solo demanda lo básico y elemental: ser escuchado, respetado, tenido en cuenta
Frente a una institucionalidad secuestrada, nuestro deber y nuestro derecho es reclamar que sea devuelta a sus legítimos dueños. Que la democracia sea la democracia que nace del pueblo, sin más dueño que el pueblo mismo. Que se le devuelva a la Constitución su majestad; que las leyes vuelvan a estar al servicio del pueblo; que la institucionalidad vuelva a funcionar con base en el criterio ético de la vida concreta. O sea, la vida de este pueblo nuestro, cuyo derecho fundamental, concreto y tangible, es el derecho a una vida digna. Derecho que, por mil razones mil veces argumentadas, se pone en riesgo con este TLC que hoy la Sala IV, en el colmo del escándalo, bendice y legitima. Con dolorosísima ligereza e irresponsabilidad