Costa Rica: Confesión y disimulo
Don Alan Thompson y otros distinguidos colegas defensores del TLC, confesaron y explicaron, en su artículo \"Más sobre el TLC\" publicado en La Nación del 15 de enero pasado, que el privilegio del TLC a los nuevos inversionistas de las Partes, con exclusión de los costarricenses aquí y de los extranjeros de otros países, de demandar en arbitraje obligatorio al Estado respecto de cualquier materia y según lo establece el correspondiente Capítulo 10, se debía a que los primeros desconocían \"el sistema legal y judicial\" de Costa Rica.
Por implicación necesaria, defendieron entonces que pudiesen poner sus propias leyes o pactar con los funcionarios las reglas del caso, según lo permite la cláusula 10.22 de ese Capítulo, porque de otra forma tendrían que aplicárseles las desconocidas leyes de Costa Rica, que se trata de evitarles, según lo confiesan públicamente. Por tanto, abogaron también por la obligatoriedad exclusiva del arbitraje contra el Estado sobre todo tipo de materias, y sobre la base de que podían elegir su discreción la jurisdicción y la ley aplicables, tal como en forma inequívoca lo establece el artículo 10.22 de ese Capítulo. ¡Pobrecitos sus protegidos, que tantos privilegios requieren!
No para ahí la cosa, sino que incluso los inversionistas ya establecidos de esos mismos países, quedan en posición de desventaja, aunque menor. Sucede que la posición de ventaja plena se le otorga los organizados como empresas extranjeras con sucursales en Costa Rica, lo que no es el caso de los actuales, que están organizados como empresas costarricenses de propiedad extranjera -lo que no les quita su carácter de costarricenses- porque así les conviene para su organización fiscal y regulatoria. No cabe además que una empresa extranjera se transforme en una nacional, por su distinta naturaleza, de modo que esa la situación es irreversible, aparte de que sus consecuencias en cualquier caso lo impedirían.
No cabe alegar tampoco que el Capítulo Diez en su ininteligible cláusula 10.16.1.b, permite que el inversionista demande a nombre y representación de la empresa costarricense que le pertenece, porque para eso: a) habría que agregar ahí las palabras necesarias para eliminar la contradicción actualmente existente; b) porque si así fuera, la inconstitucionalidad por discriminación sería peor, ya que existirían personas costarricenses con privilegios que otras no tienen, solo porque sus dueños son extranjeros. Como si entre personas físicas costarricenses se permitiese una ventaja discriminatoria solo porque los padres de uno fuesen extranjeros. Absurdo que implica retornar al Estado de clases abolido por la Revolución Francesa hace casi tres siglos.
En su contestación \"TLC e inversiones\" del 25 de mayo pasado, don Alan reitera que el arbitraje así indicado obedece también al \"respeto a los contratos y a los derechos adquiridos\". Sin embargo, intenta confundir ambas confesiones, mezclando indebidamente en esa contestación, a la inversión como activo del inversionista o de terceros, que es a lo que se refiere el artículo 10.28 –que aduce de argumento en su réplica- con el régimen aplicable a la actuación del inversionista como tal, o sea a su empresa, que es otra cosa. La diferencia clara entre ambas situaciones la hace el artículo 10.1, que regula la aplicación del Capítulo 10, al poner como cosas distintas las relaciones estatales con el inversionista como tal ( 10.1.a), por una parte, y por otra las atinentes con los titulares de cualesquiera activos de propiedad extranjera (10.1b), que pueden ser o no componentes de una empresa, pero que para el caso son relaciones diferentes que la normativa del Tratado distingue. En el mismo sentido diferencia en su introducción el propio artículo 10.28, aparte de que la regla expresa ya indicada del artículo 10.22, no admite excepción, porque lo oscuro se interpreta y lo claro simplemente se aplica, ya que de otra manera se viola. Una cosa son por tanto, las disputas sobre los activos considerados aisladamente ( 10.28), y otra las relativas al actuar de la empresa en marcha (10.22).
Queda entonces claro, que el TLC con fuerza superior a la ley, según se pretende, pone a los empresarios nacionales, y a los otros extranjeros, en franca desventaja respecto de sus nuevos competidores extranjeros del CAFTA que se instalarían bajo el TLC, porque éstos, a diferencia de aquellos, pueden poner su propia ley y disponer de una jurisdicción privilegiada. También a los extranjeros de las mismas Partes del TLC instalados con anterioridad, ya que en materia de concesiones, el CAFTA rige para las que se otorguen a partir de su fecha, y porque, operan según se dijo como sociedades costarricenses –por conveniencias instrumentales y fiscales- y no de sucursales aquí de empresas extranjeras. También discrimina a la importante inversión extranjera, del resto del mundo (europea, asiática, sudamericana) que no es parte del TLC, existente y futura.
Todos estos excluidos, en todo o en parte, quedan en posición de desigualdad como empresarios, según se desprende forzosamente hasta de lo confesado y aceptado públicamente por el señor Thompson, conjuntamente con los más distinguidos abogados defensores del TLC.
Pero además el TLC otorga otro privilegio para tales nuevos inversionistas, que les da una ventaja en contra de los nacionales aquí -así como en buena medida de los de esas mismas Partes ya instalados- y en su totalidad de los extranjeros no miembros del TLC. Al hacerlo viola las competencias constitucionales exclusivas e inviolables de la Sala Constitucional, según se explica a continuación.
Se trata de la garantía contra la denominada expropiación \"indirecta\" (art. 10.7.1), cuyo juzgamiento traslada en exclusiva a los tribunales arbitrales, pese a que nuestra Constitución lo reserva en forma expresa y exclusiva a la Sala Constitucional ( art.10). Solo la Sala Constitucional podría resolver conforme al artículo 10 de la Constitución, cuando una limitación a la propiedad, según lo permite el artículo 45 de la Constitución, es legítima y no indemnizable, y cuando ilegítima y por tanto indemnizable. No obstante aquel artículo 10.7, en relación con el Anexo C que contiene los criterios a aplicar por los tribunales arbitrales, se lo traslada en exclusiva a éstos arrebatándola a la Sala. Violación evidente y clara a su competencia y exstencia que la Sala Constitucional en modo alguno podría consentir.
Agrava la cosa que a los tribunales arbitrales se les plantea como frontera máxima de la limitación legítima, la noción de bienestar público entendido como \"orden público\", pese a que delimita un espacio más restringido que el de \"interés público\" que señala la Constitución. En el mismo sentido se produce la doctrina de los \"substantive rights\", que la jurisprudencia norteamericana señala como espacio mínimo a respetar, mas allá del cual se permiten limitaciones legítimas y en forma aún mas amplias que las nuestras.
La Ley del \"fast track\" (Trade Promotion Authority del 2002), le había ordenado a los negociadores norteamericanos que los inversionistas extranjeros en los Estados Unidos no podrían tener derechos substantivos mayores que los locales, lo que impedía ponerlos en el TLC, porque en su carácter multilateral obliga también a los Estados Unidos.
Al saltarse tal orden los negociadores, e incorporar lo que se comenta en el Capítulo Diez del TLC, y ante la disyuntiva de que si se aprobaba así, los inversionistas extranjeros tendrían en los Estados Unidos los privilegios abusivos e inconstitucionales mencionados, su Congreso se vio obligado a cerrarles la entrada. Por eso, en las Secciones 102 y 106 de la ley de aprobación e implementación del CAFTA (HR-3045), el Congreso de los Estados Unidos, tajantemente dispuso que nadie en su territorio, salvo los Estados Unidos, podría alegar derecho alguno con base en el TLC salvo los expresamente permitidos en dicha Ley, que se refieren a los puramente arancelarios y aduaneros.
Dado que aún así le quedó la espinita a los Estados Unidos, de que lo firmado en el TLC los sigue obligando en el ámbito internacional, y que ello es una amenaza a su seguridad, la mayoría del Congreso está exigiendo –ahora en relación con los TLC pendientes, pero con igual razón respecto de los ya ratificados– que tales cláusulas se renegocien para que los inversionistas extranjeros no tengan mayores privilegios que los locales, que es lo que estamos pidiendo.
De modo que ahora se da la paradoja -que demuestra lo absurdo de quienes nos critican, y apoyan esta parte del TLC- que los Estados Unidos repudian lo mismo que nosotros repudiamos, y exige cambiarlo, y que por pretenderlo nosotros, se nos trata de descalificar con la etiqueta de \"revoltosos\" y \"abogados de segunda categoría\". Asimismo, que la mayoría de la Asamblea Legislativa pretende crucificar al pueblo de Costa Rica con esta mengua evidente a su soberanía, y que el gobierno pretende que la Sala Constitucional la apruebe en evidente violación a la Constitución. Por tanto, y para colmo del absurdo y de la paradoja, que es la mayoría del Congreso de los Estados Unidos quien defiende a Costa Rica de esta indignidad.
De nuestra parte está la institucionalidad norteamericana apoyando al pueblo de Costa Rica, y de parte de quienes pretenden aquí crucificar al Estado, un inexplicable fanatismo y la ceguera ante lo evidente. Absurdo, ¿no?
Finalmente, no es cierto como lo dice el señor Thompson, que reglas iguales ya figuran en otros tratados. En el de México sí, como lo dije desde un principio. El de Canadá, al igual que el de Chile, aunque parecidos, no hacen automático el consentimiento genérico, al consentimiento en el convenio escrito ante el CIADI, momento en que se aparta lo que no es arbitrable. El de España queda sujeto al CIADI, donde el Estado debe consentir. Todos los otros en forma alguna son iguales al arbitraje en el CAFTA en todo lo que se le objeta.
Lo absurdo entonces es negar lo ya confesado -en todo caso evidente- y pretender que no existe, lo que precisamente por existir, y resultar ilógico y lesivo, fue repudiado por los propios Estados Unidos. Estoy a favor del libre comercio, pero no así.