El desplome de los derechos laborales con el TLC
El fin del TLC no es el beneficio o protección de la sociedad ni de los consumidores o trabajadores, sino del mercado, o sea, el objetivo es producir barato en beneficio de las compañías multinacionales que fijarán los precios de sus productos en función de las proyectadas utilidades. Es decir, el \"libre comercio\" equivale a convertir en una gran maquila al tercer y cuarto mundos y suprimir la competencia en los mercados de los productos agrícolas subsidiados.
Nuestros trabajadores manufacturarán ropa interior que se vende cara, pero se les pagará con salarios de hambre –para tal fin la educación es un estorbo y las universidades públicas, por su actitud contestataria, son sospechosas de actividades subversivas–. Desde esa perspectiva, en nuestro país la memoria histórica debería borrarse, al menos, desde don Jesús Jiménez hasta don Rodrigo Facio.
Además nos mantendremos, sumisamente, como un \"destino turístico paradisíaco\" donde se habla inglés en las playas, que ya no son nuestras, y nosotros ponemos a los saloneros(as), cocineros(as) y auxiliares en la actividad hotelera, pero seremos extranjeros en nuestro propio país y lo más grave es que las utilidades de las compañías internacionales vuelan hacia otros destinos una vez que se aprovecharon de nuestras corrongas facilidades tropicales, paisajistas y fiscales, con prostitución infantil criolla –\"sin restricciones que apliquen\"– incluida.
En eso de las reglas ortodoxas de mercado no hay nada de filantrópico y, consecuentemente, nada de cristiano; sino que se lo pregunten a Monseñor Sanabria que tuvo lo arrestos suficientes en la defensa de la garantías sociales, como hoy Monseñor Ignacio Trejos, quien, con la hidalguía que le es propia, como Juanito Mora, advierte sobre los riesgos de que perdamos en el altar del comercio el derecho a la vida, a la Patria ancestral, respetuosa de la dignidad y del decoro humanos. Resumidamente, el \"capitalismo salvaje\" según la expresión de Juan Pablo II -alma del TLC–,es inhumano, porque está en las antípodas del cristianismo y de la civilización.
Precarizar progresivamente los derechos sociales es algo inherente a ese fiero comercio. Es lo que, en lenguaje lechuguino, ahora llaman –como al descuido– desregulación o, más lúbricamente, flexibilización, que no es otra cosa que el abandono y desprotección legal de los sectores populares – las consecuencias las empezamos a ver en las calles y en la violencia cotidiana en nuestro medio, experiencia dolorosa y sangrienta ya vivida intensamente en países hermanos- En esta materia no hay inocentes, sino directos responsables.
Si para poder competir tenemos que ponernos a la altura – o, más bien, a la bajura, de los países más menesterosos del planeta–, ¿es eso civilización o barbarie?
Reclame usted en un país con una régimen decadente impregnado por el neoliberalismo un derecho económico y solícitamente los poderes del estado acuden en su auxilio, pero si lo hace por uno social, donde eventualmente la indiferencia oficial, el escamoteo, la prepotencia, el afán de desquite o, peor aun, un sombrío cinismo ideológico, servirán de pretexto para negarle el acceso a la justicia. Por ese sendero caminaron dolorosamente varios respetables pueblos latinoamericanos, hoy de luto por las masacres que no supieron evitar. En letras de azufre quedaron los nombres de los responsables de esos despropósitos.
Afortunadamente, en estos días olfatearon los demócratas estadounidenses ese feo tema propio del espíritu halconado republicano, señalando que el asunto del \"fair play\" civilizado de mercado no consiste en masacrar a los pueblos pobres, sino en intentar respetar, al menos, ciertas condiciones decorosas de vida –estará por verse si en esto no hay una mera pose o guiño de ojo-, por lo que rechazarían los tratados de libre comercio si no se respetan las leyes laborales y se garantiza el respeto a algunas normas básicas dictadas por la Organización Internacional del Trabajo –OIT– como la prohibición del trabajo infantil, del trabajo esclavo y de la discriminación laboral, así como el respeto a los derechos de asociación y de formar sindicatos que permiten la amplia negociación colectiva de las condiciones laborales.
El tema dichosamente se ha ido desplazando al decente terreno de los derechos humanos.
Como lo sostienen Monseñor Trejos y otros respetables compatriotas, en esta materia no cabe una pusilánime neutralidad porque eso equivaldría a una complicidad con la crueldad.