Agua, entre el derecho a la vida y el negocio del siglo

2005-03-01 00:00:00

En 25 años, dos tercios de la población mundial no tendrán
agua potable. Los países más poderosos se están preparando
para esta escasez estratégica. No se puede aspirar a
dirigir el mundo con una perspectiva de una sed tan masiva
como inminente. Pero no lo están haciendo por vía del
ahorro o de tecnologías que incrementen las reservas. Nada
que ver.

Por ahora nadie se propone replantear el sobreconsumo del
mundo desarrollado. Que una parte del planeta consuma 20
veces más que la otra, y que un ciudadano de Estados Unidos
utilice 600 litros diarios promedio cuando debería usar
cincuenta, mientras muchos en el África no llegan a 20
litros, no parece ser ningún problema. Los ojos de los
estrategas del sistema van hacia otra parte. Están fijados
en la existencia de concentraciones acuíferas en diversas
partes del globo y en evitar que este recurso se pueda
convertir en un factor de fuerza para los países que las
contienen.

Una OPEP del agua potable sería peor que las ADM (armas de
destrucción masiva) que tanto atemorizan al imperio y a las
sociedades de la abundancia. Contra eso se está luchando
anticipadamente. Y de los mecanismos que se han puesto en
marcha, el más importante de todos es el de la
privatización.

Hay un interés muy grande por mercantilizar el agua; borrar
la idea que se trata de un derecho de gentes y una
obligación estatal de proveerlo; favorecer la subida de
tarifas hasta lograr que se establezcan cotizaciones
internacionales; desarrollar sistemas de transportabilidad
internacional del producto (tuberías transfronterizas,
contenedores, buques cisterna, etc.); en pocas palabras
impulsar el mercado global del agua, en el que manda el que
más puede pagar y en el que los que transan son agentes
privados en busca del lucro inmediato.

Desde la perspectiva local de los países pobres, que tienen
ríos, lagos y glaciares, pero que sufren de escasez crónica
en sus principales áreas urbanas y de carencia casi total
en los espacios rurales, los temas de la disputa global no
parecen ser pertinentes, por lo menos por ahora. Hablamos
del dinero que no tenemos para ampliar las redes, de las
administraciones estatales deficientes, de los compradores
que nos ofrecen el oro y el moro, de los corruptos que
desfalcan las empresas, etc.

Pero, como nos sucede siempre, no contrastamos esos
elementos con los valores con que nos dotó la naturaleza y
las capacidades que hemos sido capaces de desarrollar con
nuestro propio esfuerzo. El Perú con su difícil geografía,
su clima impredecible y su variedad de culturas, es una
sociedad obligada a tener planes, a combinar recursos y
personas de manera eficiente, a priorizar, a guardar para
etapas difíciles, a conservar su ambiente, a cooperar.
Claro que todo eso se opone al esquema neoliberal que
domina el mundo. Pero, salvo que queramos quedarnos sin
futuro, sin llegar siquiera a alguna mejora sensible en el
presente, tenemos que dejar de colocarnos tras la ola de la
corriente mundial y señalar con claridad el país que nos
corresponde ser.

El tema del agua es ése. Perversamente se nos quiere hacer
pensar que en el juego entre nuestras necesidades y los
intereses globales, no tenemos nada con lo que hacernos
valer. Que sin el toque de la mano del inversionista
transnacional, nuestros recursos, nuestras instituciones,
nuestras empresas, nuestro trabajo y nuestra inteligencia,
carecen de valor de mercado. Entonces tenemos que rendirnos
al mejor postor. Somos la cuna del río más caudaloso del
mundo, de un inmenso lago situado en una de las mesetas más
elevada de la Tierra, tenemos como columna vertebral una
cordillera de hielos perpetuos que se deshiela en dirección
a dos océanos, hemos irrigado una amplia porción del
desierto costero, explotado la riqueza infinita de los
cerros y abierto el camino al dominio de la selva. Tenemos
una empresa que es capaz de manera diariamente casi tres
millones de conexiones domiciliarias e industriales y
empresas que durante décadas han abastecido de agua a los
pueblos del país.

Pero sobre la mesa está el argumento aparentemente
irrebatible del Estado sin recursos, de la población que
crece en demografía y necesidades, de la modernidad global
que no alcanzamos. Argumentos que son disparados por medios
de comunicación cuyos propietarios son parte de las
conversaciones que se apuntan a privatizar. Si se va a
privatizar Sedapal con tres millones de facturas que
puntualmente tendrán que ser pagadas a la cuenta del
concesionario, no será tan difícil hacer un sitio para que
empresarios peruanos agarren una pequeña fracción de este
inmenso negocio. Y lo mismo para los casos de las ciudades
importantes de provincias.

¿Y lo demás?, ¿y las empresas hueso, que carecen de interés
de compra? Se las sueltan pues al primer aventurero que
pase por el camino, como ya hicieron experimentalmente con
la empresa de la provincia de Pacasmayo, en La Libertad,
que trajo un resultado tan deplorable que si fuera conocido
por todo el país despejaría automáticamente las ilusiones
privatizadoras: suba de tarifas, reducción de tiempo de
servicio, desmejora de la calidad del agua, ninguna
inversión, venta de activos, etc.

El derecho, el negocio

Alguien afirmó alguna vez que gobernar era extender la red
de agua potable para la gente. Es una manera de decirlo.
Una nación que recibe el agua que necesita y que la tiene
asegurada en el largo plazo, es seguro que se encuentra
alimentada, instruida y protegida en su salud. Porque hay
una íntima convicción entre la gente del Perú, y cualquier
otro pueblo que tenga sentido de sus derechos[1], de que el
tema del agua es un asunto de vida o de muerte. Nadie se
queda tranquilo cuando le contaminan los ríos, le niegan el
servicio que ya tenía o le demoran más de lo razonable la
instalación. Con el agua no se juega. Y este ha sido
siempre un tema entre el Estado y los ciudadanos.

La privatización distorsiona todo el problema, al colocar a
responsables privados en la posición de vendedores de un
producto llamado agua, que ofrecen a aquellos que lo puedan
pagar, en las condiciones que los primeros quieran ofertar.
El derecho ciudadano se transforma, a lo sumo, en derecho
de consumidor, que son conceptos profundamente diferentes.
El primero entraña el poder contar con el producto
(obligación estatal de proveerlo, aún a los que no lo
tienen), la obligación de protegerlo (no agotar las fuentes,
renovarlas y acrecentarlas) y la capacidad de la sociedad
para demandar en torno a este servicio público; mientras
que el segundo se remite a cumplir el contrato de otorgar
un servicio ya pactado y hasta los límites en que la
empresa no ingrese en insolvencia o incapacidad operativa.
El privado puede ser sancionado por no cumplir con una
entrega ya comprometida y con la calidad del mismo. El
Estado puede ser demandado por no hacer algo para que el
servicio extienda su cobertura o para que toda la
integralidad del proceso del agua, desde los manantes sea
conservada.

La transición del derecho al negocio tiene extraordinarias
consecuencias que no siempre se perciben a la primera vista.
Por ejemplo, hace algunas semanas los privatistas
promovieron, escondiendo la mano, una marcha de sectores
sin acceso a agua en el cono sur de la capital para que
reclamaran a Sedapal como responsable de sus carencias,
exigiendo la privatización. Tal vez les hayan dicho que hay
una conversación con alguna empresa que vendría a Lima, que
no se olvidaría de esta población perdida en el desierto.
Bien, supongamos que se hace la concesión y la empresa de
marras descubre que es muy costoso, que no es prioritario
para ella o que no ve mercado para vender conexiones, y
posterga el proyecto. ¿Qué marcha podrá hacerse en esas
circunstancias si la razón de la empresa es el negocio y no
el derecho insatisfecho?

La idea siempre discutible que el mercado establece sus
equilibrios y ordena la relación entre ofertantes y
consumidores, es probadamente falsa cuando se trata de
monopolios naturales de servicios públicos, cuyo caso
prototipo es el del agua. Aquí no hay como equilibrar. El
monopolio es una posición de dominio que en este caso no se
puede evitar. Si la conducción es estatal, el control y la
democratización pueden proyectarse al plano político, como
control y democratización del poder. Pero si es privada
allí no hay cómo, lo que se ve con la Telefónica y las
Empresas Eléctricas. Frente a esta realidad, no sólo queda
aplastado el ciudadano común y corriente sino que se aplana
la voluntad estatal.

Chomsky dice que la privatización es una operación contra
la democracia. Y esto es tanto más cierto cuando se trata
de los servicios de agua potable o la administración del
agua de río para el riego. Quién controle estos recursos
tiene demasiado poder. Y si el poder del Estado es siempre
peligroso, y por eso le ponemos límites y tiempo de
duración, qué se podrá decir del poder privado que se funda
en el dinero que los demás no tenemos.

Las Instituciones Financieras Internacionales (IFI)

En el orden global contemporáneo rige una mesa de tres
patas: los Estados poderosos, cuya expresión más acabada es
el G-7 (grupo de los siete grandes); las empresas
transnacionales identificadas con la sigla ET; y las
Instituciones Financieras Internacionales, entre ellas el
Banco Mundial, el BID, el FMI y otras, que para abreviar
algunos resumen en la sigla IFI. Este trípode es el nudo
más sólido que el sistema ha podido constituir para regular
sus contradicciones y evitar que los conduzcan a un
enfrentamiento serio, y para manejar el mundo de acuerdo a
tres criterios básicos:

(1) repartir y volver a repartir los mercados, a través de
distinto tipo de acuerdos de comercio;

(2) presionar a las economías endeudadas para obligarlas a
entrar en el sistema de ajuste concordado por la tríada del
poder global;

(3) generar oportunidades de negocio de alta rentabilidad,
bajo riesgo y mucha movilidad, en espacios que no conduzcan
a conflictos entre países principales y las grandes
corporaciones transnacionales.

Las Instituciones Financieras, son el nexo crítico entre la
mesa del poder y la periferia. Es a ellas a las que se les
encargó asegurar la conformación de mecanismos de
reconstitución del flujo de pagos después de la crisis de
la deuda de inicios de los 80. Y a ellas se debe el haber
convertido las políticas neoliberales y las “reformas” del
tipo de la privatización, en mecanismos de aval ante los
acreedores, bajo el supuesto de que estas medidas iban a
crear los superávits fiscales, comerciales y de pago, para
cumplir con la deuda. En los hechos estas intervenciones
devinieron en un mecanismo de direccionamiento de las
economías endeudadas, forzándolas a seguir caminos
paralelos y a competir entre ellas por los inversionistas
globales.

En el caso del agua, las IFI han sido inflexibles en su
receta básica: transferir los servicios a gestores privados,
aproximar las tarifas a niveles internacionales, impulsar
el mercado mundial de este producto. Pocos han estado al
tanto que mientras se hace esta promoción desenfadada en
todos los países, el porcentaje actual de aguas
privatizadas en el mundo llega a no más del 5%, las
empresas compradoras de magnitud no alcanzan la decena (las
más conocidas son la Suez, Vivendi, Bechtel, RWE-Thames,
Nestlé, Biwater) y el número de experiencias directamente
fracasadas es mucho más alto que el que se registra en
otros sectores de servicios en proceso de privatización.

Aunque no se diga, el caso del agua potable constituye
propiamente un experimento cuyas pautas aún no están
definitivamente establecidas. De ahí tanta insistencia de
estudios sobre estudios, que obligan a un fuerte
endeudamiento de nuestros países. Ciertamente estos
estudios financiados con créditos IFI, son también una
manera corrupta de sobornar a autoridades, funcionarios y
técnicos del Estado y de enrolarlos en la privatización.

Presionar a todos los países a privatizar o conceder, a
sabiendas que la oferta inversora es reducida, es impulsar
una sobredemanda de inversiones y malbaratear nuestros
servicios. Las IFI nos impulsan a experimentar con un
recurso crítico y a aparecer como necesitados de una
inversión que en realidad se pagará con lo que se le cobre
a los usuarios. Todo esto representa un círculo tramposo
que nos va ajustando a los intereses del capitalismo
mundial y a sus propios ritmos de construcción de
mecanismos de dominación general.

La lista de los fracasos de la privatización del agua es
larga, y el Banco Mundial, el BID, el FMI, la conocen mejor
que nadie: Cochabamba, Tucumán, Atlanta, Manila, Buenos
Aires y otras. La famosa Corporación Suez, fue expulsada de
su concesión en Grenoble Francia, cuando su filial
Lyonnaise Eaux fue descubierta en turbios manejos,
corrompiendo las autoridades municipales responsables de la
concesión y pagando campañas de los candidatos, así como
incurriendo en incumplimiento de sus compromisos. Las IFI
sabe de estos desempeños, pero siguen avalando a los
tramposos.

Razones para no privatizar

De la experiencia se extraen algunas lecciones que no
deberíamos perder de vista:

- Todos los procesos de privatización de servicios básicos,
en particular los del agua, significan pasar de un sistema
tarifario público que se organiza en el margen entre costo
de producción y costo político[2], a uno que buscará
responder al costo comparado de rentabilidad con otros
operadores internacionales, e incluirá además los costos de
privatización, las previsiones de inversión comprometida y
las expectativas de utilidades de los nuevos
administradores. Todo esto significa necesariamente una
brusca alteración en los montos de facturación que producen
un alto impacto entre los usuarios.

- La capacidad de ejercer control sobre la calidad del agua
se reduce significativamente, porque el proceso de
seguimiento del producto en todas sus fases se fragmenta,
creando zonas grises donde se discutirá si es el Estado o
el operador el responsable de la degradación del producto.

- El monopolio privado del agua sería especialmente
poderoso en su capacidad de influir en el gobierno de las
ciudades y en el caso de la empresa más grande, la de la
capital, en su incidencia sobre el gobierno nacional, lo
que deteriora la democracia.

- Cualquier proyecto de abrir la gestión del agua a la
participación de la sociedad civil y a diversas modalidades
de asociación con productores locales, entidades técnicas,
trabajadores, quedaría frustrado al conformarse una
administración privada que, por definición, es mucho más
compacta e impenetrable que la Estatal.

- La privatización representa reducciones sucesivas en el
número de personal, aún por debajo de los índices técnicos
razonables, obligando a reemplazar con personal no estable
y contratos con terceros (services), afectando los ingresos
de muchas familias.

- La lógica de desarrollo de las empresas privatizadas no
es la de apuntar a cubrir los déficit de servicios
existentes, como pretende la propaganda, sino a maximizar
la explotación de los usuarios ya conectados. Esto ha
ocurrido en todas las privatizaciones de servicios y
corresponde directamente a la naturaleza del capital que no
invierte por objetivos sociales sino económicos.

- Privatizar el agua –especialmente en las concesiones de
mayor magnitud-, puede encerrar fácilmente arreglos
corruptos que no son fáciles de descubrir. La explicación
de esta proclividad se encuentra en el hecho de que los
postores importantes son pocos y por lo mismo fácilmente
conversables, el negocio es muy grande y los potenciales
ganadores pueden estar dispuestos a pagar “lo que sea” y a
“quien sea”, para alcanzar sus objetivos.

- El sistema de privatizaciones está asegurándose a través
de instituciones, normas y tratados, dentro de los cuales
se encuentran los TLC, que se plantean reforzar el modelo
neoliberal en nuestros países y garantizar las inversiones
transnacionales. En los casos de fracasos de las
privatizaciones y reversión al Estado o los municipios, las
empresas fracasadas han levantado demandas de resarcimiento
por grandes cantidades de dinero, elevándolas a tribunales
supranacionales de comercio que tienden a castigar
cualquier daño que se haga no sólo sobre la propiedad y las
utilidades de las grandes empresas, sino también sobre sus
expectativas de rentabilidad (el plan que se hizo para
ganar).

- Privatizando un recurso en disputa global como el agua
potable, nos enganchamos en la ruta que se encamina hacia
el mercado mundial del producto, las tarifas globales y la
exportación con destino a quienes puedan pagar su precio.
Es la manera de desarmarse frente a la futura escasez del
recurso. En vez de asegurar nuestras reservas y controlar
todas nuestras fuentes, estaríamos introduciendo un agente
externo en las decisiones, con clara merma de soberanía.

Una de las mayores falacias de la privatización es la de la
convergencia de intereses norte-sur; instituciones
financieras y responsabilidades del Estado; transnacionales
y usuarios de los servicios. No señor. La causa más
profunda de nuestros problemas es precisamente esta
confusión. Buscar una salida a los dilemas del desarrollo
pasa por abrir una ruta propia. Ser país y gobernar para el
bienestar de nuestro pueblo.

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[1] En Uruguay la última elección presidencial incluía
paralelamente un referéndum sobre el destino del servicio
de Agua Potable. El pueblo oriental haciendo honor a su
tradición de culto y progresista, votó masivamente contra
la privatización.

[2] El abuso del costo político –abaratar las tarifas para
no pelearse con la gente-, es una causa frecuente de
distorsión empresarial.

NOTA

El escrito que antecede es parte del libro "Agua para Vivir
y Agua para Lucrar", que se presentará junto a otro libro
"Bajo Vuelo" (El neoliberalismo y la crisis de la aviación
civil peruana).