Por qué decirles NO al ALCA y al TLC
"Durante siglos Inglaterra se apoyó en la protección, la apoyó hasta
límites extremos y logró resultados satisfactorios. Luego de dos siglos,
consideró mejor adoptar el libre cambio, pues piensa que la protección ya
no tiene futuro. Muy bien, señores, el conocimiento que yo tengo de
nuestro país me lleva a pensar que, en doscientos años, cuando Estados
Unidos haya sacado de la protección todo lo que ella puede darle, también
adoptará el libre cambio".
Ulysses Grant, presidente de Estados Unidos, (1868-1876)
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Aunque parezca mentira, los mismos que defendieron y aplicaron las
políticas que llevaron a Colombia a una crisis sin precedentes todavía
siguen al mando y, como si fuera poco, insisten en que deben profundizarse
esas orientaciones, por lo que hay que suscribir -afirman- el Área de
Libre Comercio de las Américas (ALCA) y el Tratado de Libre Comercio (TLC)
con Estados Unidos. De ahí que cualquier análisis sobre lo que les
sucederá a los colombianos con el siguiente paso de la globalización
neoliberal deba empezar por un balance de lo ocurrido desde 1990, cuando
los presidentes Barco y Gaviria, sin consultarle a la nación, decidieron
aplicar el llamado "Consenso de Washington" que definieran los estrategas
estadounidenses.
Lo que enseña la experiencia
En el decenio de 1990, después de décadas de muy escasos y recortados
progresos económicos y sociales, pero de avances al fin y al cabo,
Colombia, al igual que los demás países latinoamericanos que aplicaron el
recetario neoliberal, entró en una crisis económica tan profunda que todos
los analistas coinciden en calificarla como la peor de su historia. Es tan
grave, que el grado de sufrimiento al que ha llevado a los sectores
populares, a una porción considerable de las capas medias y a no pocos
empresarios supera cualquier capacidad de descripción, dolorosa realidad
que en este texto por lo breve no cabe detallar, y porque nadie, ni los
que la causaron, la niega en el país. El contraste consiste en que no
todos se han empobrecido, porque la concentración de la riqueza ha
aumentado en los bolsillos de la insignificante minoría que salió
gananciosa del desastre, en una de las naciones con mayores desigualdades
sociales del mundo.
¿Cuáles fueron las causas fundamentales de esta hecatombe económica y
social, de cuyo acierto en precisarlas depende que pueda superarse,
tomando los correctivos que sean del caso? En tres pueden dividirse las
principales políticas dictadas por el gobierno de Estados Unidos y su
cancerbero, el Fondo Monetario Internacional (FMI), los centros de poder
de donde provienen las ideas con las que posan de sabios los neoliberales
criollos: una menor protección de la industria y el agro frente a la
competencia extranjera, la privatización total o parcial de los
principales activos del Estado y de los servicios que hasta ese momento
habían sido deberes suyos frente a los colombianos, y el aumento de las
gabelas al capital financiero nacional y foráneo.
Como algunos lo advertimos desde 1990, la apertura condujo a que las
importaciones superaran de lejos a las exportaciones y a que, por tanto,
la balanza comercial del país, que había sido equilibrada por décadas, se
convirtiera en negativa en un promedio de 3.098 millones de dólares
anuales entre 1993 y 1998, con unas pérdidas totales de 18.587 millones de
dólares, suma muy parecida al incremento de la deuda externa nacional en
ese lapso. Y las principales exportaciones de Colombia siguieron siendo,
de lejos y como siempre, de café, banano, flores, petróleo, oro, níquel y
carbón, productos que se exportan con muy poca o ninguna transformación y
cuyos despachos no tienen nada que ver con la implantación del modelo
neoliberal.
En consecuencia con el alud de importaciones, las agropecuarias pasaron de
700 mil a siete millones de toneladas y el sector perdió 880 mil hectáreas
de cultivos transitorios y 150 mil empleos, a lo que se le agregó la
crisis del café, que redujo su área en 200 mil hectáreas y su producción
en seis millones de sacos, también originada en la imposición del
neoliberalismo en el mundo, que en este caso les entregó a las
trasnacionales de su comercio la potestad de bajar los precios de compra a
su arbitrio. Por su parte, los indicadores de la industria manufacturera
cayeron en proporciones incluso mayores, realidad que muchos ignoran
porque la han ocultado quienes tienen como primer deber informarla, pero
que resulta incontrovertible: entre 1993 y 1999, la suma de los
porcentajes de los Productos Internos Brutos anuales del sector
agropecuario llegó a la muy mediocre de 7,35 por ciento (+1,05 promedio
anual), pero la de la industria manufacturera mostró una reducción de 5,9
por ciento (-0,84 promedio anual), lo que significa una diferencia
notable, del 13,25 por ciento, la cual se agigantaría en términos
relativos si las cifras se dieran sin incluir el aporte de las
trasnacionales que operan en el país, pues es obvio que la peor parte la
llevaron las factorías no monopolistas de los productores nacionales. Y
también se desconoce que si el desastre industrial y agropecuario no
alcanzó proporciones mayores ello se debió a que la desprotección no llegó
al ciento por ciento, como bien lo muestra que el arancel promedio de las
importaciones de origen agrícola y pecuario ronda por el sesenta por
ciento y que la industria disfruta de protecciones reales aún mayores.
Además, y en consecuencia, al reducirse la producción urbana y rural, a la
par con las rentabilidades de quienes no se quebraron, sufrieron el
comercio, el transporte y el resto de la economía, donde también cayeron
el número de empresas, las utilidades, el empleo y los salarios.
Al mismo tiempo, y con el propósito de darle largas a un modelo económico
que ya para 1993 mostró que conduciría a un retroceso económico y social
notable, los neoliberales se dedicaron a conseguir con los extranjeros los
dólares que exigía el pago de las importaciones, y que no se podían
generar con las exportaciones nacionales. Para tal efecto, convirtieron el
país en el paraíso de los inversionistas, banqueros y vulgares
especuladores foráneos, a quienes atrajeron mediante lo único que los
estimula: unas tasas de ganancia mayores que las que pueden conseguir en
sus lugares de origen. Entonces, les hicieron grandes entregas a menos
precio de los recursos naturales, los servicios públicos domiciliarios y
el sector financiero, entre otras áreas, en tanto la deuda externa pública
y privada, que había tardado un siglo en llegar a 17.278 millones de
dólares, más que se duplicó en sólo seis años, entre 1992 y 1998, cuando
alcanzó 36.682 millones de dólares. El tapen-tapen del hundimiento del
sector real de la economía se completó inflando la capacidad de gasto de
los particulares y del Estado mediante todo tipo de facilidades a un
endeudamiento irresponsable, que también le dio pábulo a una gran
especulación inmobiliaria. Una vez los prestamistas extranjeros empezaron
a resistirse a seguir prestando porque era obvio que no podían sostenerse
unas balanzas comercial y de pagos cada vez más deficitarias, elevaron
todavía más las tasas internas de interés, hasta niveles de escandalosa
usura, lo que le dio el puntillazo a la producción, disparó el desempleo y
desquició la capacidad de pago de los endeudados, arrastrando a la crisis
a los propios banqueros y precipitando el colapso económico de 1999, el
peor desde que se llevan estadísticas en Colombia. Y como ni ante lo
ocurrido modificaron la estrategia, el déficit de la balanza comercial
creció en otros 1.723 millones de dólares entre 1999 y 2002, para una
pérdida total de 20.310 millones de dólares desde que empezó la apertura,
la deuda externa llegó al tope de 39.038 millones de dólares en 2001 y la
economía sigue con un comportamiento tan mediocre que podría terminar en
otra crisis mayúscula.
Como estaba calculado por los neoliberales, en la misma medida en que
naufragaba la economía no monopolista creció la concentración de la
propiedad y en especial la de los extranjeros, bien fuera porque
aparecieron trasnacionales en sectores donde no las había, como en el caso
del comercio, o porque los monopolios públicos se convirtieron en
privados, como sucedió en los servicios públicos domiciliarios, o porque
el Estado les vendió su participación a sus socios, como lo muestran el
carbón y el níquel, o porque hasta los "cacaos", como llaman en Colombia a
los monopolistas criollos, tuvieron que feriar varias de sus empresas y
retroceder en algunos sectores, como lo ilustran las finanzas, las
comunicaciones y la aviación.
El cuadro del desastre se completa al saberse que la tasa de ahorro
nacional, el principal indicador para medir si un país tiene futuro o no,
porque de ella depende la inversión productiva, cayó a la mitad con
respecto a la de 1990, así como que el Estado debe tanto que desde hace
años sus nuevos préstamos se adquieren para pagar las deudas contraídas,
créditos que se contratan condicionados a profundizar el modelo
neoliberal, lo que constituye su peor defecto, y que podría llegar el
momento en que no puedan atenderse así le incrementen hasta el delirio los
impuestos a los sectores populares y a las capas medias y disminuyan hasta
la insignificancia el gasto público.
Con la astucia que los caracteriza, los neoliberales dicen que no fue la
apertura la que golpeó la industria y el agro sino la revaluación del
peso, ocultando que el peso tenía que valorizarse frente al dólar si
entraban miles de millones de dólares al país y si se definía entregarle
al "mercado" -el nombre que en este caso les dan a las andanzas de un
puñado de especuladores- la potestad de fijar el precio de las divisas y
la tasa de interés, como bien lo está confirmando lo ocurrido en 2003 y
2004. También alegan que no fueron sus políticas las que generaron el
desastre sino el elevado gasto público y el déficit fiscal que vino con
él, silenciando que estos problemas responden a la estrategia de mantener
funcionando mediante la deuda una economía que estaba siendo destruida por
las importaciones, así como al salvamento de los banqueros víctimas de la
incapacidad de pago de los endeudados y a que los recaudos por impuestos,
afectados por la baja de los aranceles y por la crisis económica, no han
aumentado lo suficiente, a pesar de aprobarse una reforma tributaria cada
18 meses y que la participación de los tributos en el Producto Interno
Bruto (PIB) pasó del 7,85 al 13,36 por ciento del PIB entre 1990 y 2002.
Tampoco resiste análisis su alegato de explicar la crisis por los pagos de
las pensiones, asunto al que con maña desligan de sus medidas, pues el
faltante obedece a la caída de la economía, que redujo los salarios, el
empleo formal y sus aportes, y a haberles pasado los cotizantes a los
fondos privados, que ya poseen 22 billones de pesos dedicados a la
especulación financiera, en tanto le dejaron al Estado la responsabilidad
de pagarles a los pensionados.
Mención aparte merece la dolorosa situación de los millones de
compatriotas que han tenido que irse al exterior a trabajar en las peores
condiciones, porque en el país no encontraron en qué ocuparse. ¿A cuándo
ascenderían las tasas de desempleo que reconoce el Dane sin esa migración
enorme? ¿Cuánto ha perdido Colombia formando personas de las que se
aprovechan Estados Unidos y otros países? Pero lo más indignante de este
caso reside en que son las remesas en dólares de esos colombianos -que ya
llegan a tres mil millones de dólares anuales- las que están permitiendo
pagar unas importaciones y una deuda externa que de otra manera no podrían
pagarse. Dolorosa paradoja la de estos paisanos: es su doble sacrificio -
irse de su Patria, y girar cada mes- el que les permite a los neoliberales
criollos darse aires de estadistas por mantener funcionando un modelo
económico que los maltrata como a los que más.
Y tan tiene origen lo ocurrido en el desbalance entre exportaciones e
importaciones, que las principales medidas tomadas desde 1999 apuntan a
resolverlo. El peso se devaluó como una imposición de las realidades
económicas en un ambiente de dejarle al "mercado" la fijación de su
precio, y para disminuir las importaciones y aumentar las exportaciones
por la vía de encarecer las primeras y abaratar las segundas, de forma que
se equilibraran o al menos disminuyeran sus enormes diferencias. Aun
cuando lo tratan de ocultar, se sabe que la decisión de empobrecer a los
colombianos, además de mejorar la capacidad exportadora compitiendo con
bajos salarios, tiene que ver con que se consuma menos para que se importe
menos, y evitar otra crisis de la balanza de pagos. Quedó entonces la
economía colombiana en un círculo vicioso del que no podrá salir sin
romper con las orientaciones del Fondo Monetario Internacional, en razón
de que si mejora su situación económica general se aumenta lo importado
frente a lo exportado, y si aumenta la inversión extranjera para compensar
las mayores compras al exterior se revalúa el peso, situaciones las dos
que empujan hacia una balanza comercial deficitaria.
Los hechos, que son tozudos, confirmaron lo que ya se sabía: que nada que
destruya la producción, el trabajo y el ahorro nacionales para
reemplazarlos por los de los extranjeros conduce al desarrollo de un país.
Colombia, como todo el continente, nunca ha recibido tanta plata del
exterior, por crédito o inversión, y tampoco nunca ha estado peor, pero sí
es seguro que lo estará si le imponen el Alca o un acuerdo de "libre
comercio" con Estados Unidos, porque estos avanzan por la misma senda que
condujo el país a la debacle.
El cambio ocurrido en las relaciones de dominación de Estados Unidos sobre
Colombia, que son las que en lo fundamental explican el subdesarrollo
nacional de antes de 1990, cuando también el Fondo Monetario Internacional
definía la política económica, lo resumió Francisco Mosquera: "Se trataba
(en el pasado) de una expoliación disimulada, astuta, que nos permitía
algún grado de desarrollo, complementario a la sustracción de las riquezas
del país. Digamos que los gringos chupaban el néctar con ciertas
consideraciones. Pero con la apertura la extorsión se ha tornado
descarada, cruda, sin miramiento alguno".
Así las cosas, la pregunta que se hacen tantos de por qué el Fondo
Monetario Internacional insiste en aplicar un modelo que "ha fracasado",
ya tiene respuesta. En realidad, dicho fracaso existe si se juzga el
neoliberalismo como una orientación encaminada a desarrollar a Colombia y
a América Latina. Pero si se mira como lo que en verdad es, como una
política en beneficio de las trasnacionales y de Estados Unidos, el éxito
ha sido total. ¿O no es un triunfo para los gringos haber duplicado la
deuda externa colombiana en un lapso brevísimo? ¿O haber aumentado sus
exportaciones agrícolas y de todos los géneros? ¿O haber adquirido a
precio de feria lo mejor del patrimonio económico nacional? Que cada uno
habla de la corrida según le va en ella, también se aplica en este caso.
¿Por qué va a censurar César Gaviria Trujillo unas ideas y unos hechos que
lo sacaron de ser un politiquero de tercera categoría, perdido en Pereira,
para llevarlo a vivir como un príncipe en Washington?
Por qué no se puede competir
El país no pudo competir ni en su industria ni en su agro frente a las
importaciones, así como tampoco logró aumentar lo exportado en
proporciones suficientes para compensar las pérdidas, por las simples
razones de que Estados Unidos y otros países producen más barato en muchos
sectores y porque los productos de exportación en los que Colombia puede
competir con posibilidades de éxito no tienen mercados de envergadura
suficiente o se hallan saturados, lo que impide colocarlos o les
desvaloriza los precios de venta. Y otras naciones producen a menores
precios, no porque sean más inteligentes y mejores trabajadoras sino
porque, desde hace décadas, en esas latitudes se han desarrollado
políticas macroeconómicas que les han permitido mayores niveles de
acumulación de capital, mejores tecnologías y más altas productividades a
sus productores, los cuales han contado desde siempre con tantos subsidios
y respaldos con recursos oficiales, además de múltiples medidas de
protección en frontera a las importaciones que logran competirles y que
consideran perniciosas para sus intereses, que no resulta exagerado decir
que han sido llevados de la mano por sus Estados.
El caso del agro se conoce bastante. De acuerdo con un reciente
estudio dirigido por Luis Jorge Garay para el Ministerio de
Agricultura de Colombia, mientras el total de las transferencias
oficiales de Estados Unidos a sus productores fue de 71.269
millones de dólares anuales en promedio entre 2000 y 2002, las de
Colombia apenas llegaron a 1.142 millones de dólares, es decir, 62
veces menos, desproporción que lleva expresándose décadas,
explicando sus altas productividades y menores costos, y que no va
a reducirse porque entre otras razones ya el gobierno
estadounidense, con la anuencia del colombiano, anunció que en las
negociaciones del Alca y del TLC no podrán tocarse, e incluso ni
mencionarse, las llamadas "ayudas internas" a su agro, que son las
que explican los 54.977 millones de dólares de los aportes
estatales. En palabras de Carlos Gustavo Cano, ministro de
Agricultura de Colombia, "de los tres pilares de las negociaciones
de libre comercio -el libre acceso a los mercados, la eliminación
de los subsidios a las exportaciones y la supresión de las ayudas
internas a los agricultores-, sólo con respecto a los dos primeros
podrían alcanzarse acuerdos" (Intervención ante el XXXII Congreso
Agrario Nacional, noviembre 27 de 2003). Tampoco caben ilusiones
sobre lo que pueda lograrse con respecto al resto de los respaldos
gringos. Pues la Casa Blanca ha dicho en todos los tonos que solo
los negociaría, lo que está por verse, en el marco de la
Organización Mundial del Comercio (OMC) y siempre y cuando la Unión
Europea acepte reducir los suyos. Y sin duda seguirán vivas,
además, las muchas astucias sanitarias y de otros tipos con las que
Estados Unidos bloquea la entrada a ese país de los productos del
agro que considera indeseables.
Las diferencias entre las respectivas capacidades industriales son aún más
grandes, pues este sector exige inversiones de capital bastante superiores
para poder funcionar y competir con éxito, inversiones que en los países
desarrollados también han contado desde siempre con un sinnúmero de
respaldos y subsidios estatales abiertos. Para ilustrar este punto, baste
decir que en 1990 los estadounidenses invirtieron 510 mil millones de
dólares en plantas y equipos, un poco antes del año en que el presidente
Gaviria no pudo encontrar los escasos mil millones de dólares que ofreció
para apalancar la reconversión industrial con la que supuestamente se
enfrentaría la apertura. Si no fuera tan grave lo que se pretende contra
la industria nacional, porque el avance de esta es el que, en últimas,
define el desarrollo de los países, hasta produciría risa proponer la
confrontación. Y para la muestra, un botón: quien compare las respectivas
evoluciones de las capacidades tecnológicas de Estados Unidos y Colombia
entre 1900 y 2000, encontrará que mientras allá pasaron de la fabricación
de automóviles a la de vehículos que se mueven por la superficie de Marte,
aquí ni se fabrican automotores, puesto que estos apenas se ensamblan a
partir de piezas importadas. Que nadie se confunda por las apariencias: el
tan ment