Cumbre Social Alternativa en Ginebra

2000-08-08 00:00:00

Del 22 al 25 de junio se desarrolló la Cumbre Social Alternativa en Ginebra, Suiza. En este
contexto, el jueves 22 se llevó acabo el Taller Latinoamericano con el propósito de examinar
las políticas de liberalización, desregulación y privatización aplicadas en la región y presentar
las prácticas e iniciativas de los movimientos sociales a nivel nacional y continental. El texto
que sigue corresponde a la presentación del "Grito de los Excluidos/as".

Quien lo diría
los débiles de veras
nunca se rinden
(Mario Benedetti)

Si la década del 80 fue conocida en América Latina y el Caribe como la "década perdida", la
del 90 bien puede definirse como la década de la "exclusión social". En efecto, la
mundialización de la economía y la aplicación sin contemplaciones de las recetas del llamado
Consenso de Washington (liberalización, privatización y desregularización) han tenido efectos
dramáticos para millones de seres humanos que han sido excluidos del empleo, la tierra, la
vivienda, la educación, la comunicación, la salud y la justicia. La exclusión social afecta sobre
todo a los pobres, los adultos mayores, las mujeres y los niños, los pueblos indígenas y negros,
los trabajadores informales, los desempleados y subempleados y grandes franjas de la
población rural.

La exclusión tiene cara de pobreza y de injusticia

Nunca han existido tantos pobres como ahora. Al comenzar el año 2000, 224 millones de
latinoamericanos/as y caribeños/as se encuentran atrapados en la pesadilla de la pobreza, según
reconoce la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL. El número de
personas viviendo con un dólar al día se elevó de 63,7 millones en 1987 a 78,2 millones en
1998.

Si la pobreza constituye una afrenta para la humanidad, igual cosa se puede decir de la
injusticia social, generada por la libre competencia de las fuerzas del mercado. No es que el
mundo se haya empobrecido sino que la desigualdad social se ha agigantado. Desigualdad
entre el Norte y el Sur y desigualdad al interior de nuestros propios países.

En la década del 90, la desigual distribución de la riqueza creció en todo el mundo: las familias
más ricas de Estados Unidos, por ejemplo, vieron aumentar sus fortunas en un 15%, en tanto
que los ingresos de los más pobres se estancaron. Algunos países de América Latina como
Brasil, Honduras, Chile, Colombia, México, Perú y Ecuador batieron el record mundial de las
disparidades sociales. Cada segundo que pasa, los 17 multimillonarios de América Latina -que
forman parte de la elite de los 200 mayores potentados del mundo- incrementan sus fortunas en
500 dólares, en tanto que miles de niños mueren por desnutrición, enfermedades curables, falta
de vacunas o no pueden asistir a las escuelas.

La exclusión tiene cara de deuda externa

La mayor parte de los países de América Latina y el Caribe parecen formar parte de los países
excluidos e incluso considerados "desechables". La apertura a los mercados mundiales ha
significado la quiebra de las industrias nacionales, la ruina de los medianos y pequeños
campesinos, el despojo de los conocimientos indígenas, el saqueo de los recursos naturales y la
destrucción del medio ambiente, la sobre-explotación de la fuerza de trabajo.

Tras las crisis mexicana, asiática y brasileña las economías de América Latina y el Caribe
tienen bajos índices de crecimiento. Se ha estancado la inversión externa, han caído los precios
de las materias primas, y hay una gran inestabilidad financiera por la presencia de los llamados
capitales volátiles o "golondrinas".

La deuda externa, nuevo mecanismo de expoliación de las economías latinoamericanas por
parte de los países del Norte, sigue sin resolverse. En esta década no ha cesado de crecer. En
1990 era de 443.000 millones y hacia 1999 superaba los 700.000 millones de dólares. Solo por
concepto del servicio de la deuda la región pagó entre 1982 y 1996, alrededor de 706.000
millones de dólares, es decir una cifra superior a la deuda acumulada.

Millones de voces en todo el mundo han reclamado la cancelación de la deuda considerada
"impagable, ilegítima e inmoral", porque genera enormes costos sobre la vida de las personas y
de los pueblos. Pese a los anuncios de los países más ricos de proponer cancelar la deuda a los
40 países más endeudados de la Tierra -en los que se incluye a Bolivia y Nicaragua- y uno que
otro esfuerzo aislado realizado en este sentido por países europeos, la realidad sigue invariable:
el azote de la deuda continúa, comprometiendo el presente y futuro de nuestros pueblos.

Pese a las críticas que ha recibido el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial por
imponer draconianos planes de ajuste a los países latinoamericanos y del Caribe, estos
organismos no han dejado de imponer sus recetas. En este marco, los Estados pierden la
soberanía nacional, venden su patrimonio nacional y están muy lejos de resolver sus problemas,
más aún cuando actúan aislados frente a los acreedores unidos en el Club de París y en el Club
de Londres.

La exclusión tiene cara de desempleo y precariedad

El mundo del trabajo es el más directamente afectado por la crisis y el estancamiento de la
economía. El desempleo abierto creció del 6% en 1990 al 9.5 % en 1999, la más alta tasa de la
década, que incluso supera los niveles alcanzados durante la crisis de la deuda externa a
principios de los ochenta, según estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo.

El sector moderno de la economía dejó de generar empleo, en tanto que se incrementó
aceleradamente el llamado sector informal o no estructurado. De cada 100 nuevos empleos que
se crearon entre 1990 y 1997, 69 corresponden al sector informal. En otras palabras, se
extendió el trabajo precario, mal remunerado, a tiempo parcial, temporal, inseguro, sin
protecciones legales y sociales mínimas.

Las mujeres constituyen el sector en el que más se deniega los derechos laborales: ellas son la
mayoría de los trabajadores subcontratados, temporales y mal pagados. La vida de las mujeres
es aún más dura porque una vez terminada la jornada laboral dedica sus energías al trabajo
doméstico y al cuidado de los niños.

La situación de los trabajadores del sector formal no es mejor, pues en esta década vieron
descender en picada sus ingresos (el poder adquisitivo de los salarios, durante la última década,
disminuyó en un 27% con respecto al salario mínimo de 1980) en tanto que han estado
permanentemente amenazados por los despidos en las entidades públicas y el cierre masivo de
industrias y unidades de producción.

Las políticas de "flexibilización" y reforma laboral, aplicadas tan entusiastamente por los
gobiernos para atraer la inversión extranjera, han contribuido a degradar y superexplotar la
fuerza de trabajo, volviendo a situaciones de esclavitud que reinaban en el siglo XIX.
Particularmente graves son las condiciones de trabajo que impone el capital transnacional en
Centroamérica y el Caribe en las empresas maquiladoras y en las zonas francas,
mayoritariamente atendidas por mujeres.

Ante el aumento sin precedentes del ejército de reserva, los patrones tuvieron amplias
oportunidades para imponer condiciones leoninas a los trabajadores/as, situación que se agrava
por el debilitamiento de los sindicatos. Los atentados a la libertad y a los derechos sindicales
han sido acompañados, en varios países, con políticas de aniquilación del movimiento sindical.
Aunque el fenómeno es generalizado, los casos más representativos son los de Colombia y
Guatemala. En el primero, 2700 sindicalistas han sido asesinados en los últimos 12 años, en
tanto que en el segundo, aunque ha terminado la guerra civil, la represión sistemática de las
actividades sindicales se ha traducido en 13 dirigentes asesinados entre 1992 y 1997.

La exclusión se expresa en negación de derechos

La mayoría de los gobiernos de América Latina y el Caribe han optado por la política suicida
de entregar a la empresa privada áreas económicas y servicios públicos fundamentales como la
educación, la salud y la seguridad social, renunciando a sus obligaciones de proveer servicios a
todos los ciudadanos/as. Entre el 90 y el 96, los "países en transición o en vías de desarrollo"
privatizaron empresas públicas por 155 billones de dólares. De estas operaciones más de la
mitad se produjeron en América Latina, beneficiando al capital transnacional europeo,
norteamericano y a las élites locales.

Con la privatización de los servicios públicos la relación ciudadano-Estado es sustituida por la
relación empresa-cliente. El objetivo del capital de maximizar las ganancias lleva a encarecer
los servicios, a crear monopolios privados y a excluir a grandes franjas de la población de bajos
recursos, situación que se agrava cuando se debilita la capacidad de control del Estado.

En función de mejorar los índices macroeconómicos, servir la deuda y cumplir los planes de
ajuste, los gobiernos recortan el gasto social, eliminan los subsidios y adelgazan el Estado,
arrojando a la desocupación a millares de empleados/as públicos. Tal política, sin embargo, no
es seguida por los países ricos de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico,
OCDE, que entre el 90 y el 97, aumentaron el gasto social de 45 al 47%.

El ajuste fiscal se traduce en más niños y jóvenes sin educación, particularmente niñas, más
mujeres que mueren durante el parto, menos atención a los ancianos, a los campesinos e
indígenas. El desmantelamiento de los servicios sociales aporta una carga aún mayor sobre las
mujeres quienes son las encargadas de la nutrición, la salud, el bienestar y la armonía de la
familia, así como a las relaciones comunitarias.

Tras varios años de aplicación de las políticas de focalización para atender a los más pobres, es
evidente que estos programas han fracasado en toda la línea. No solo que los sectores en
extrema pobreza han crecido sino que han alcanzado a nuevos estamentos, arrastrando
rápidamente al abismo a las clases medias. En materia de salud, por ejemplo, 267 millones
personas, o sea, el 55% de la población de las Américas sufren exclusión relacionada con
déficit de camas en servicios de internación y cerca de 16 millones tienen dificultad para
acceder a los servicios de profesionales médicos, según de la Organización Panamericana de la
Salud.

La exclusión castiga a los pobres

Pero a medida que los Estados se desentienden de las áreas sociales, fortalecen sus atribuciones
autoritarias y aparatos represivos poniéndolos a punto para controlar la protesta social. En
varios países se criminalizan las luchas y movimientos sociales, se persigue, encarcela, asesina
y amenaza a dirigentes campesinos e indígenas que luchan por la tierra, a defensores de
derechos humanos y periodistas, a dirigentes sindicales. Grupos paramilitares financiados por
latifundistas cometen crímenes y masacres que quedan en la impunidad, actuando, muchas
veces, con la complicidad de autoridades estatales. En las ciudades, los grupos de "limpieza
social" se encargan de eliminar a los que el sistema considera "desechables": niños de la calle,
mendigos, homosexuales, prostitutas.

El aumento de la violencia, de la inseguridad y la delincuencia en las urbes latinoamericanas
son asuntos prioritarios en las agendas locales, nacionales e internacionales. A comienzos de la
década del 90, América Latina era considerada como una de las regiones más violentas del
mundo, con tasas promedio cercanas a 20 homicidios por cada 100.000 habitantes. Las
cárceles están llenas de pobres, porque los "delincuentes de cuello y corbata" rara vez van a
prisión. Aunque la pobreza no puede considerarse como la única causa de la delincuencia y la
violencia, hay un conjunto de factores asociados con el entorno social, cultural y psicológico
que contribuye a generarlas y agudizarlas. Y entre estos factores podemos mencionar a las
tremendas desigualdades sociales, la corrupción, el sensacionalismo de los medios de
comunicación, la extensión del tráfico de drogas y el consumo de alcohol, la impunidad y la
inoperancia de los sistemas judiciales. Esta situación permite ver que uno de los objetivos de la
Cumbre Social de Copenhague de 1995, de alcanzar la "integración social" está a años luz de
haberse conseguido.

La exclusión tiene rostro de migración y racismo

La crisis económica, la violencia, la falta de tierra, empujan a millones de latinoamericanos a
buscar mejores días en las ciudades o a traspasar las fronteras nacionales y continentales. El
número de migrantes hacia América del Norte y en la misma región pasó de 1.5 millones en
1960 a 11 millones en 1990. Es previsible que en la década del 90 los flujos migratorios se
hayan incrementado. Allá donde hay trabajo, allá van los migrantes? con o sin documentos,
utilizando cualquier vía, mecanismo o medio de transporte. Atraídos por las imágenes de
prosperidad y consumo que proyectan los medios sobre el próspero y rico Norte, muchos
mueren en el intento: ahogados en el Río Bravo, calcinados o muertos de hambre en los
desiertos de Arizona y California, congelados en las bodegas de los barcos bananeros o
pesqueros.

Esta creciente migración del Sur hacia el Norte no es bien vista por los países desarrollados,
que olvidando su propio pasado expansionista y colonialista, han levantado un nuevo muro en
la frontera mexicana y en Ceuta y Melilla (España) para impedir el paso de los excluidos a los
supuestos beneficios de la globalización. Así, no solo redoblan el control de las fronteras para
evitar la llegada de más emigrantes sino que aplican políticas de control de los residentes
(regularización) y políticas de expulsión de los indocumentados.

Pese a todo, los migrantes siguen llegando al Norte, y casi siempre son tratados con un doble
rasero: por un lado se requiere de sus brazos para hacer el trabajo duro, sucio y mal pagado que
los nacionales no quieren hacer, pero por otro, se desprecia y se discrimina a los dueños de
aquellos brazos. Muchos migrantes son víctimas del odio racial y de la xenofobia, que ahora ya
no son monopolio de los grupos de extrema derecha, que se reclaman ciento por ciento blancos,
y que apalean a migrantes latinoamericanos, africanos, árabes o asiáticos y queman sus
comercios, viviendas y lugares de reunión. Ahora la extrema derecha, agigantando la amenaza
de la migración externa, ensancha su base social, accede al poder en Austria y logra avances
electorales en otros países europeos.

Los países latinoamericanos y caribeños tampoco están ajenos a los fenómenos del racismo y la
xenofobia: al interior de América Latina, los pueblos indígenas y negros viven en un auténtico
apartheid social, solo comparable con las discriminaciones de todo tipo y las violencias que
acechan a las mujeres.

Pero la exclusión también tiene rostro de propuesta

Luego de cinco años de la Cumbre de Copenhague se ha confirmado el fracaso del modelo
macroeconómico dominante. La aplicación de las políticas neoliberales y de los programas de
ajuste ha ahondado hasta extremos intolerables las históricas injusticias, las desigualdades y las
exclusiones de todo tipo en América Latina y el Caribe. Por eso, ahora, ha llegado el momento
de decir basta al modelo neoliberal excluyente y perverso, que amenaza y destruye la vida y el
medio ambiente. Y no se trata de "darle rostro humano a la mundialización" neoliberal. Las
necesidades básicas y los derechos humanos fundamentales de las personas deben estar por
encima de las fuerzas desbocadas del mercado y los intereses desmedidos de lucro de una
minoría.

La deuda externa debe ser cancelada y los recursos que ello genere deben consagrarse al
desarrollo social y humano, este proceso debe estar sometido al control ciudadano y
democrático. Es la hora de rescatar las deudas ecológicas y sociales con la niñez, la juventud,
las mujeres, los pueblos indígenas, los negros, los pobres del campo y la ciudad. Es el Norte el
que debe pagar la enorme deuda histórica con el Sur acumulada a través de siglos de
colonialismo y de relaciones internacionales desiguales.

Los programas de ajuste estructural impuestos por el FMI, el Banco Mundial, el Banco
Interamericano de Desarrollo deben ser suspendidos porque son el principal factor de
inestabilidad política, social y económica. Estos organismos deben ser sometidos a una
profunda evaluación luego de evaluar los costos sociales, humanos y ecológicos que han
provocado con la imposición de sus programas, sin distinguir los contextos y particularidades
nacionales.

La super-explotación y las condiciones denigrantes en el trabajo deben cesar. Es necesario que
se cumpla la "Declaración de la OIT relativa a los principios y derechos fundamentales en el
trabajo" adoptada en 1998 que estipula la libertad de asociación, libertad sindical y
reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva y la eliminación de la
discriminación en materia de empleo y ocupación. Las transnacionales deben ser sometidas a
supervisión internacional por parte del sistema de Naciones Unidas.

Ningún ser humano es ilegal: Los derechos humanos de los migrantes deben ser respetados.
Exijamos a los gobiernos que ratifiquen la Convención Internacional sobre la Protección de los
Derechos de todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familias, aprobada en 1989, a la cual
han adherido 12 Estados siendo que se requieren 20 para que puedan entrar en vigencia.
Apoyamos a las organizaciones campesinas que demandan reforma agraria, seguridad
alimentaria, políticas de protección a los pequeños productores que abastecen el mercado
interno.

En un contexto en que hay un repunte del racismo, la discriminación racial y la xenofobia en
todo el mundo y es necesario hacer frente de manera global a este fenómeno, adoptando
medidas prácticas como la prevención, la educación y la protección, apoyamos e impulsamos la
Conferencia contra el racismo prevista para el año 2001 en Sudáfrica, y planteamos la revisión
de las leyes y regulaciones migratorias de los países del Norte.

...Y de resistencia

Mucho ha hecho el neoliberalismo para dividir, desarticular y, sobre todo, para pretender vaciar
la memoria, las esperanzas y utopías de los pueblos latinoamericanos y caribeños, pero no ha
conseguido ni conseguirá sus objetivos.

Dentro de las múltiples formas de resistencia al neoliberalismo se inscribe el Grito de los
Excluidos y Excluidas: es el grito de los desempleados, trabajadores del campo y la ciudad,
campesinos, jóvenes y estudiantes, mujeres, indígenas, afroamericanos, creyentes religiosos,
ecologistas, luchadores por los derechos humanos, migrantes, luchadores por un régimen
democrático. Es una gran manifestación popular para denunciar todas las situaciones de
exclusión y señalar las posibles salidas y alternativas. Es un proceso donde los más diversos
sectores de excluidos/as tienen voz y presencia y participan en todas sus etapas.

El Grito nació en Brasil en 1995, como respuesta a la creciente exclusión social generada por la
aplicación de políticas de ajuste neoliberal. En el primer año, empezó como una manifestación
en 170 ciudades, que se cumplió el 7 de septiembre, el día de la independencia. El segundo
año, la manifestación se extendió a 300 ciudades; el tercero a 700; el cuarto a mil; el quinto a
1200, con una participación de cerca de un millón y medio de personas que se tomaron la calle
para gritar contra la exclusión.

El Grito nació como una nueva forma de mani