Imaginarios sobre el pobre en América Latina

2000-10-03 00:00:00

La
pobreza de sectores significativos de la población siempre ha
ocupado la atención de los imagi­narios latinoamericanos1.
A veces, estos imaginarios sostienen una mirada compasiva sobre el
pobre. En otras, lo determinan como amenaza o desprecio (lo que no se
debe ser) y, más reciente­mente, como culpa­ble por su
situación. La mayor parte de estas sensibilidades construye al
pobre precisamente como una condición o carácter: se es
pobre como se es perro o maleza. Analí­ticamente,
conviene, por tanto, distinguir entre el pobre como estado y el
empobrecido. El pobre, o socioeconómicamente "humilde",
es un efecto de determinaciones sociales a las que se ignora.
"Empobrecido" designa, en cambio, no sólo el efecto,
sino los procesos mediante los cuales se constituye al pobre. Entre
nosotros, los imaginarios y actitudes que valoran al pobre como
empo­brecido, o sea como producción social, han sido pocos
y de minorías.
Aunque
nos interesan aquí sólo los imaginarios que se gestan y
manifiestan durante la segunda mitad del siglo que termina, existe
uno que seguramente es matriz o interlocutor de todos ellos, y cuyas
diversas expresividades podrían rastrearse hasta la Conquista
y la Colonia2.
Se trata de la consideración del pobre como alguien que no
puede valerse por sí mismo. Es la situación del
huérfano, viuda (en las economías/sociedades con baja
productividad) o del anciano. El antecedente cultural remoto de este
imaginario es bíblico. En la economía/sociedad judía
primitiva (una forma de comunidad) un pobre era motivo de escándalo
debido a que condensaba dos situaciones: no poder valerse por sí
mismo y no ser asistido por los otros. El pobre se constituía
así en un diagnóstico vivo de que la comunidad era
insolidaria y hasta hostil hacia algunos de sus miembros. La relación
comunitaria no producía pobres. Estos eran el resultado de
eventos "naturales". Pero la comunidad no asistía a
sus pobres y por ello estaba en falta social. Para esta percepción,
el pobre no puede ser desligado de la relación social que se
establece con él. Ella asume que si existen pobres
socioeconómicos, o sea individuos que no pueden valerse por sí
mismos, es porque la comunidad misma se ha empobrecido moral,
cultural o religiosamente. Este imaginario debió llegar a lo
que es hoy América Latina con el evangelio3.
Y
seguramente llegó, pero no se manifestó con el alcance
comunitario que le atribuyó el pueblo judío. Por
razones sociohistóricas que aquí no es posible
examinar4,
el pobre entre nosotros fue desvinculado de sus relaciones sociales
(adscripción a la comunidad) y visto como un objeto exterior.
En cuanto alguien/objeto, el pobre puede ser tratado como
"pobrecito", o sea como alguien (o algo) carencial a quien
se puede (o debe) ayudar con limosna, regenerar moralmente mediante
la educación o capacitar para que ejerza los trabajos peor
pagados. Esta mirada exterior y "generosa" sobre el pobre
nutrió mucho tiempo, por ejemplo, la actividad asistencial de
Cáritas, una estructura de la iglesia católica
latinoamericana. Pero, desde luego, no se limitó a ella.
Existe
una intensa diferencia cualitativa entre valorar al pobre como
alguien a quien se le puede conceder limosna (muchas veces a cambio
de algo, trabajo gratis, por ejemplo) y sentir que al pobre se le
debe comunitariamente algo. Esto último implica reconocerlo
como ser humano necesitado y entender que nosotros contribuimos a su
pobreza, cuando no a su empobrecimiento. Así, la existencia de
los empobrecidos resulta sociohistóricamente vinculante. Este
era en parte el sentido de los documentos de Medellín que
hablaron de la pobreza como una "injusticia que clama al
cielo"5.
Cuando
se ve en el pobre un cierto tipo de "objeto", o sea cuando
no se lo aprecia como un empobrecido que nos determina e interpela a
nosotros como empobrecedores, resulta más cómodo
reducir la pobreza a su expresión socioeconómica. La
miseria económico/social se capta inmediatamente por los
sentidos: colores, olores, gestualidades, vivienda, ropa, lenguaje,
corporeidad, etc., todo denuncia e identifica al socioeconómicamente
empobrecido. Un rasgo del imaginario que ve en el pobre una índole
o naturaleza que se determina a sí misma (o sea con ausencia
de las relaciones sociales que constituyen su empobrecimiento)
consiste precisamente en su voluntad de desidentificación con
el pobre. Ver al pobre como objeto se convierte en desidentificarse
respecto de él y no únicamente en desidentificarlo: yo
no soy como él, no soy pobre, se autoproclama la mirada que
observa al pobre como una índole que se determina a sí
misma. En relación con este proceso de desidentificación
(que contiene la atribución de identidades) es que se le
atribuye al pobre ser flojo, alcohólico, mujeriego, abúlico,
incapaz, bruto o delincuente. Detrás de cada una de estas
identificaciones el imaginario social sostiene y exclama: ?Yo no soy
así! Se le da limosna al pobre precisamente porque uno es su
diverso. Y se exige garrote policial contra él por idéntico
motivo.

La
ampliación, más analíticamente justa, del
empobrecido como alguien a quien se ha impuesto una lógica de
sometimiento, o sea como alguien a quien se priva de poder y de su
carácter de sujeto autónomo y que, por ello, puede
resistir la opresión y movilizarse para transformar su
situación, no apela, en cambio, únicamente a los
sentidos. Un joven en pleno estado físico no parece mostrar
inmediatamente el empobrecimiento social determinado por el imperio
adultocéntrico. Una mujer con sus dos hijos pequeños y
que conduce un auto de precio mediano o superior no evoca con su
presencia la dominación masculina y patriarcal que la
empobrece en cada situación diaria. No se trata de un asunto
puramente objetivo. No tenemos los sentidos adecuados para captar
estas miserias. Estos y otros empobrecimientos ligados al ejercicio
de los imperios sociales exigen, para ser captados empíricamente,
una reflexión sobre el sujeto humano y sobre sus posibilidades
de autoconstitución en formaciones económico/sociales
específicas. Si no se construye esta dimensión
analítica o teórica, la experiencia del empobrecido por
la dominación de género, racial, étnica,
adultocéntrica o económica, resulta o invisibilizada o
sesgada: advertimos, con algún malestar, las señales de
la miseria, pero no sabemos ni asumirla ni explicarla. La vivencia
del empobrecimiento, incluso para quienes lo viven, se torna, así,
ideológica.
El
primer imaginario ideológico que aquí nos interesa es
el que se representa y postula al pobre como marginal. Esta manera de
imaginar al pobre surgió en el contexto de una percepción
más amplia, el desarrollismo que, como temple cultural, saturó
la sensibilidad dominante latinoamericana y caribeña en las
décadas de la postguerra mundial y se extendió todavía,
aunque ya sin dominar, a la década de los ochenta para perder
vigor en el final del siglo. El desarrollismo es una ideología
de la modernización. En su forma más amplia, asocia
modernización con industrialización y, en cierta
medida, desarrollo con calidad de vida, no con mero crecimiento. Para
la sensibilidad desarrollista, todas las economías/sociedades
pueden alcanzar el desarrollo si remueven los obstáculos que
bloquean su modernización. Estos obstáculos son,
obviamente, caracterizados como rémoras premodernas. La
organización oligárquica y latifundaria del agro, el
componente indígena de la población, el analfabetismo,
el catolicismo como forma medieval del cristianismo o, en una versión
más fina, el intercambio desigual que anima al comercio
internacional, etc., pueden ser considerados obstáculos cuya
remoción conducirá, tarde o temprano, al desarrollo. En
esta perspectiva el marginal (o sea el pobre) es concebido como
alguien ubicado en el borde externo del proceso de desarrollo. Para
este imaginario la modernización avanza desde el centro hacia
la periferia. Desde lo urbano (centro) hacia lo rural (periferia).
Desde el centro de la ciudad hacia su propia periferia urbana6.
En el curso de la modernización, quien se ubicaba en el borde
externo del proceso de desarrollo, el "marginal", será
alcanzado por éste e integrado a la modernidad. El pobre
alcanza así un doble rango: o es premoderno (un ejemplo
clásico sería la población indígena rural
de América) o constituye una disfunción. Si es lo
último, el mismo sistema (el Estado, la empresa privada)
proveerá alguna salida técnica y política para
resolver la disfunción.
La
imagen del pobre como "marginal" inspiró incluso una
sociología que fundamentaba y proyectaba a su vez una política
social: la promoción popular7.
Su principal expositor describía así la relación
entre lo popular y la marginalidad:
Nuestra
acepción del vocablo "popular" (...) se refiere
exclusivamente al sector "marginal" de una sociedad: a esa
parte de la población que no sólo está en el
último nivel de la escala social sino que, lo que es peor,
está fuera de escala; que no pertenece (...) a la sociedad
global, ni siquiera como clase baja.8
Descontextualizado,
el texto permitiría asociar al "marginal" con la
representación más cercana del pobre como "excluido".
Pero a diferencia de este último, el "marginal" es
recuperable. La fórmula "promoción" del
marginal precisamente apunta a esta característica
integradora. Una agencia externa es capaz de recuperar para la
"sociedad bien ordenada" al más pobre. El
empobrecido no es dueño de su destino ni siquiera para salir
de pobre. La "agencia externa" lo conduce a una
sociedad/meta que él no determina. Estrictamente, no puede
darse en él (excepto como ausencia) la sujetividad. O sea, el
deseo y voluntad de ser sujeto y las acciones que lo testimonian.
Estructuralmente, el marginal sería muestra de la existencia
de dos mundos sociales: el integrado (poderoso) y el fragmentado
(impotente). Cada uno con sus leyes. Pero sólo uno con
capacidad de acción libre.
Cuando
se asocia la desagregación interna que se atribuye al
"marginal" con una visión "científica"
objetiva9
que examina su existencia como objeto etnográfico, puede
aparecer la cultura de la pobreza. El empobrecido es visto aquí
como alguien funcional a su propio mundo. El mundo latinoamericano de
los no integrados existe y se reproduce como tal mundo. Es
simplemente distinto, aunque para la etnología comparada
resulte asimismo carencial10.
Un especialista, por ejemplo, descubre con cierto asco y altanería,
que en el mundo de los pobres se da rara y extraviadamente el
sentimiento del amor:
Para
mí, entre las cosas más sorprendentes acerca de estas
familias, está su malaise (mal/estar) general, la rareza entre
ellas de felicidad o contento, la rareza del efecto. El afecto
mostrado, o aquello que llamamos "amor", excepto durante el
período relativamente breve del cortejo y el inicial del
matrimonio, es una manifestación rara entre los más
pobres, la gente simplista del mundo. Por encima de todo, allí
donde dominan el hambre y la incomodidad, queda poca energía
sobrante para las emociones cálidas, delicadas, menos
utilitaristas, y escasa oportunidad para una felicidad activa.11
La
pobreza sería una cultura (?) rara y atrasada, condenada a
desaparecer "ante el asalto de la Era Tecnológica"12
protagonizado por la gente de "tez clara" a la que los
pobres tercermundistas, objetos de conmoción y extinción,
odian:
En
todo el mundo hay odio para aquellas naciones que están en la
era del maquinismo y tienen gente de tez clara a la que rápidamente
se imita. Uno de los primeros logros que se sufren es la desolación
cultural.13
Es
inusual encontrar tan compendiadadamente una "explicación"
ideológico/científica de la pobreza determinada como lo
enteramente otro, causada por sí misma, despreciable y a la
vez, en cierto modo, en cuanto portadora de la desagregación y
del caos, temible. La pobreza se muestra así como algo odioso,
abyecto. Aunque de manera más hosca, esta interpretación
también se inscribe en la sensibilidad de la modernización
desarrollista, pero desplaza la noción de "integración",
propia de la mirada marginalista, por la de la "desaparición"
o "extinción", derivadas de una Filosofía de
la Historia etnocéntricamente civilizatoria. Su gestación
"foránea" no dificulta que ella exprese y refuerce
los imaginarios oligárquicos que en América Latina y el
Caribe han diferenciado a los empobrecidos como los absolutamente
distintos a los que hay que evitar porque su estilo de vida/muerte
constituye o una impertinencia o una amenaza14.
En el ángulo pintoresco, la pobreza legitimada como una forma
de existencia (y a veces de vida) autónoma y paralela a la de
los no/pobres gesta programas como El Chavo del Ocho o los numerosos
comics (el Tercer Reich, de Palomo, por ejemplo) latinoamericanos que
satirizan desde la mierda del conventillo o del basurero el "orden
de las cosas". Más socialmente, la antropología de
la pobreza resulta interlocutora de los circuitos de pobreza sin
esperanza que refuerza la polarizante práctica neoliberal
durante las décadas del final del siglo. En su vertiente más
ominosa, da pie a las cacerías de pobres y de niños de
la calle, a la ejecución de los "desechables", a la
violación sistemática de derechos humanos de los
"diferentes" y pobres por la policía, y a la tesis
de los Toffler de que el siglo XXI verá la guerra de los ricos
contra los pobres