Cadáveres insepultos

2003-07-25 00:00:00

No es difícil, hoy en día, imaginarse recorriendo las calles
y plazas de Bagdad. No es necesario recurrir a la lámpara
mágica de Aladino ni a las fábulas de las Mil y una noches.
Basta revestirse de un mínimo de sensibilidad, romper el
cerco de los noticieros oficiales censurados y aventurarse
por la ciudad sitiada y bombardeada sin piedad. Intentemos
este esfuerzo de solidaridad imaginaria.

De lejos y a los millares desfilan atropelladamente los
refugiados de guerra, verdaderos fugitivos del infierno. Aquí
y allí, unos u otros moradores todavía se arriesgan a
caminar, fantasmas solitarios de una ciudad en ruinas.
Soldados fuertemente armados revientan las puertas, gritan y
escupen fuego y bala, como ángeles de la muerte. Humo,
cenizas y escombros cubren aire y tierra. Heridos se
arrastran o son arrastrados para los hospitales repletos.
Infantes enloquecidos por el dolor y por el miedo, huérfanos
de padres vivos o muertos, corren de aquí para allá y de allá
para acá, intentando en vano escapar de horribles detones.
Como un tornado destruidor, la furia de las fuerzas de la
coalición barre casa por casa, edificio por edificio. Por
toda parte, se diseminan los cadáveres. Cadáveres
empodrecidos al sol de cuarenta grados. Cadáveres insepultos.

Son ellos, los cadáveres insepultos, el grito más fuerte
contra esta guerra insana, inmoral, injusta y sanguinaria. Un
grito mudo y sombrío, envuelto en nubes de buitres y de
moscas. Un grito que desnuda la decadencia de una
civilización que se dice portadora de la libertad y de los
derechos humanos. ¿Qué civilización es esa que siquiera es
capaz de parar para reverenciar y sepultar los muertos? Si
los cadáveres son así abandonados para los perros es porque
la muerte se tornó banal, lo que significa que la propia vida
perdió también su valor. Un muerto a más o a menos es lo
mismo que decir una vida a más o una menos - ¡poco importa!

El imperio no se detiene delante de los vivos, todavía
menos delante de los muertos. El imperio es ciego, sordo y
mudo. No ve lo que está sobre el suelo, no oye los gritos de
los hambrientos ni de los agonizantes, no habla con palabras,
sino con el estruendoso sonido de la ametralladora. En el
caso especifico de Irak, el imperio solamente tiene ojos para
lo que existe debajo del suelo. El imperio, como los que lo
precedieron, se encuentra deslumbrado por la riqueza y por el
poder. Ayer era el oro dorado que elevaba y derrumbaba
imperios, hoy es el oro negro, mañana será el oro azul. El
imperio avanza enceguecido por el petróleo, que luego se
convertirá en petrodólares. Y desde ya sueña con los lucros
del futuro dominio sobre el agua, nueva comodite
internacional.

Los imperios, a lo largo de la historia, transformaran
todo en mercaderías para levantar tronos y altares, palacios
y estatuas, o, modernamente, para engordar las cuentas
bancarias del capital financiero. Y lo hacen, en general, con
el libro sagrado en la mano, en nombre de Dios o de Alá.
Dioses conocidos y manipulados, que nada tienen a ver con el
Dios verdadero y desconocido. Pequeños dioses, con letra
minúscula, que no pasan de ídolos. Ídolos y emperadores se
alimentan de sudor, lágrimas y sangre. La miseria y el hambre
constituyen la faz oculta de estas civilizaciones de fachadas
ricas y privilegios seculares.

Por el suelo quedan los cadáveres. Cadáveres cuyos ojos
abiertos, vítreos e insepultos se fijan despectivos en las
torres de la grandeza y de la gloria, ciertos que su destino
será irreductiblemente el exterminio. La lucha del pueblo
Iraquiano, hoy, así mismo con un tirano al frente de las
tropas, representa la resistencia mundial al nuevo
imperialismo. Y sus cadáveres diseminados por el suelo
simbolizan la condena de este y de todos los imperios.
Paradójicamente, los muertos constituyen testigos vivos de
una civilización senil, que empodrece sobre las riquezas
saqueadas y acumuladas.

De hecho, un imperio que solamente se sostén con la
fuerza bruta, comienza a revelar su debilidad. Estados Unidos
y las democracias occidentales no tienen moral para hablar en
nombre de la libertad, de los derechos humanos, de la
igualdad y de otros valores tan alardeados por sus
representantes. A pesar de ser imbatibles en el frente de
batalla de las armas y los dólares, perdieron la guerra en el
frente de la ética. Desde esta perspectiva, los imperios
tienen pies de barro y tejado de vidrio. Su prepotencia e
intolerancia es su debilidad. La arrogancia señala el
comienzo de la caída.

La fuerza moral para la construcción de una nueva sociedad –
justa y solidaria – pasa mucho más por los movimientos
sociales, por las organizaciones no gubernamentales, por las
luchas populares y por las asociaciones de base que por las
instituciones que representan la llamada civilización
occidental. O sea, pasa más por el Foro Mundial de Puerto
Alegre que por el Foro Económico de Davos. O todavía, pasa
más por los gritos, campañas y luchas de resistencia en todos
los continentes, que por la ONU, el FMI, la OMC, la OEA, el
G7-8, la OTAN y tantas otras.

En una palabra, los misiles de un millón de dólares, los
gigantescos portaviones y toda la tecnología de punta de la
industria bélica norteamericana revelan su fuerza colosal,
sin duda, pero revelan también su debilidad y vulnerabilidad.
Confirman, antes de nada, su falta de razón, por un lado, y
por el otro, la absoluta necesidad de cambiar el rumbo de la
historia. Una vez más, los cadáveres insepultos de Irak son
la mayor prueba de esto. Un imperio que pisa sobre los
vencidos está condenado a la derrota.

La aventura avasalladora del imperio en el Oriente medio
y en otras partes del planeta es el resultado trágico de una
política económica marcada por los indicadores de lucro, de
codicia y de enriquecimiento inescrupuloso. Es el resultado
del modelo neoliberal implantado en todo el mundo por los
gobiernos centrales y por las grandes corporaciones
transnacionales. Resultado de la ley darviniana aplicada en
la economía, donde, por la selección natural, los fuertes
devoran o eliminan a los débiles. La brújula de este modelo
son las parcelas de intereses, el tobogán de la bolsa de
valores, el riesgo-país, el equilibrio de la balanza de
pagos, entre otros.

De aquí la urgencia de reflexionar a partir de otros
indicadores, de guiar los rumbos de la historia por otra
brújula. Esto es, orientarse por la concentración contra la
distribución de renta, por el crecimiento contra el
desarrollo integral, por el empleo y desempleo, por la falta
o defensa de los derechos humanos, sociales y económicos, por
una socioeconomía solidaria y sustentable, por la educación,
habitación, tiempo libre… en fin, por los niveles de calidad
de vida de la población.

Es eso lo que procura hacer el Grito de los Excluidos,
sea en el ámbito nacional o en términos continentales, en
sintonía con las movilizaciones crecientes que surgen por
toda parte. Las manifestaciones callejeras son espacios
abiertos en que la denuncia del orden mundial vigente viene
acompañada del anuncio de un nuevo orden.

Volviendo al caso específico de la guerra de Irak, las
fuerzas del imperio atropellaron la ley, la ONU y las
convenciones internacionales. Los estados perdieron el
control delante de los tentáculos del gran dragón. Tanto
este, cuanto aquellos, en nombre de la racionalidad
económica, instalan la irracionalidad política. Violencia
genera violencia. La guerra es terreno fértil para el
recrudecimiento del terrorismo y del crimen organizado. Gana
esta batalla, la tendencia del imperio a estar avanzando. Es
propio de los imperios ignorar los obstáculos. El fin
justifica todos los medios. Se cierra así el círculo vicioso
de la violencia, donde la población civil es siempre la
principal víctima.

Felizmente, el mundo se levanta contra la guerra. Por
todos los continentes, banderas blancas se irguen sobre
muchedumbres en marcha. En las calles y plazas de las
principales ciudades se multiplican las movilizaciones.
Incluso en el interior de las naciones que forman la
coalición – Estados Unidos, Inglaterra y Australia – la
población protesta. Por toda parte, el pueblo
contundentemente condena la solución bélica, exige el
inmediato cese al fuego e señala el reinicio de las
negociaciones, bajo el comando de la ONU, como el camino más
corto para la paz.

La paz no es el resultado del equilibrio de la fuerza
bélica, como se verificaba en los tiempos de la guerra fría.
También no puede ser construida sobre cementerios de cenizas
y ruinas, escombros y cadáveres. Tampoco puede prosperar a
partir de relaciones de sumisión y colonialismo. La paz se
yergue sobre una base sólida, en la que son distribuidos los
beneficios de la ciencia y el progreso, defendiendo los
derechos humanos y respetando la soberanía de cada nación. En
contravía de los tambores de guerra, decía ya el profeta
Isaías hace más de dos mil y quinientos años: "¡la paz es
fruto de la justicia!".

Alfredo J. Gonçalves
Assessor da CNBB/Setor Pastorais Sociais