La democratización de la comunicación en camino
En los tiempos que corren, los derechos de comunicación y ciudadanía se ven confrontados a serias amenazas y restricciones emanadas de instancias de poder, pero a la vez se afirman en cada vez más amplios movimientos sociales y de opinión. De hecho, esta situación no es más que un reflejo de la tensión que está sacudiendo a la democracia misma.
En América Latina y el Caribe, una serie de indicios apunta a señalar que se asiste a un momento de giros importantes que se dirimirán en el plano político, ante el generalizado malestar ciudadano por el déficit de la democratización y los impactos de las reformas neoliberales. En este marco está cobrando fuerza la demanda por la democratización de la comunicación.
El Gran Hermano
La primera víctima de la guerra es la verdad –y por ende el periodismo-, es una sentencia consagrada. La decisión del gobierno del presidente Bush de entablar una guerra indefinida contra el terrorismo, tras el atentado del 11 de septiembre de 2001 a las torres gemelas de Nueva York, ha confirmado tal sentencia, con la particularidad que en las circunstancias le sirvió de palanca para lograr que la opinión pública doméstica acepte la ecuación más “seguridad” a cambio de recortes en las libertades y derechos civiles consagrados, con serias repercusiones en materia de comunicación.
La nueva Doctrina de Seguridad Nacional estadounidense adoptada nueve días después del atentado, define la actual estrategia de ese país con la cual se atribuye el derecho de guerra preventiva en cualquier lugar del mundo. Este concepto marca un giro en la política internacional, pues establece que en adelante sólo prevalecerá una nación soberana y que las demás y el derecho internacional tendrán que subordinarse a tal designio. Esto implica que cualquier acción adversa a Estados Unidos es susceptible de ser considerada como terrorista.
El 26 de octubre 2001, Bush suscribe el Acta Patriótica que “otorgó a las agencias de inteligencia poderes ilimitados para la escucha de cualquier teléfono. A estas agencias también se les autorizó recopilar una amplia gama de información de varias instituciones públicas –escuelas, hospitales, instituciones financieras de crédito y otras, comunicaciones en Internet, establecimientos comerciales, entre otras- sin tener que revelar ante juzgado alguno ni una acusación criminal, ni el propósito y alcance de la investigación, con la sola condición que tenga que ver con una vaga sospecha de ‘terrorismo’”, escribe Ahmad Aijaz (2003).
Desde entonces, se han multiplicado los mecanismos para controlar la información: agencias de propaganda para inundar a los medios de comunicación a nivel planetario (como la Office for the Strategic Influence, OSI), guerras psicológicas de nuevo tipo, “combate a Internet”, etc., para ganar la batalla de la opinión pública. Cabe subrayar que en esta escalada destaca la disposición de la Casa Blanca para lograr un control férreo de la Red de redes, que amenazaría su condición de espacio libre y abierto.
Las consecuencias de estas políticas implementadas por la potencia mundial, por donde se lo quiera ver, no se han traducido en un mundo más seguro, pero sí en uno más atemorizado y disminuido en sus derechos.
La otra cara de la misma moneda, en cambio, muestra la imposición cada vez mayor de políticas de liberalización y desregulación, sobre todo en materia de telecomunicaciones, orientadas a eliminar cualquier regulación o espacio estatal que pudiera interponerse a la expansión transnacional, conjuntamente con normativas que buscan preservar sus intereses, como es el caso de la novedosa interpretación de los derechos de propiedad intelectual promovidas en la Organización Mundial del Comercio.
Asimismo, vemos que el proceso de concentración de la industria mediática y de la cultura sigue imperturbable, rigiéndose por criterios exclusivamente comerciales para los cuales lo que cuenta es el paradigma de consumidor/a por sobre el de ciudadano/a, por sobre el interés público. Y es así, por ejemplo, que la \"diversidad cultural\" ha pasado a reducirse en oferta de una gama de productos y servicios para satisfacer el \"gusto\" de los consumidores, quienes -por lo demás- son sistemáticamente monitoreados (incluso con recursos propios del espionaje) por especialistas para ubicar \"nichos de mercado\". Todo esto, cuando precisamente los media se afirman como un ámbito crucial en la configuración del espacio público y de la ciudadanía misma por el creciente peso que han venido adquiriendo en la definición de las agendas públicas y la legitimación de tal o cual debate.
Cuestiones de democracia
En este contexto global, otro factor que destaca, cuando se trata de hablar de derechos de comunicación y ciudadanía, es el malestar que se manifiesta respecto a la democracia “realmente existente” en prácticamente todas las sociedades bajo régimen democrático occidental, por supuesto con el tono y dimensión a las particulares dinámicas internas de ellas.
Haciéndose eco de esta realidad, la Agenda Latinoamericana-mundial 2007 aborda esta temática con una serie de reflexiones de diversos autores y autoras, comenzando por las de su director, Pedro Casaldáliga (2006), quien coloca una certera serie de preguntas: “¿De qué hablamos cuando hablamos de democracia? La democracia actual, que es la forma política común de Occidente, en qué es o no es democracia. ¿’Votar, callar y ver la tele’, como decía el humorista? La democracia que conocemos, para la mayoría es fundamentalmente democracia electoral y aun con todas las restricciones impuestas por el capital y sus medios de comunicación. No es democracia económica, ni democracia social, ni democracia étnico-cultural. No es democracia participativa, es, cuando mucho, delegada o representativa; pero ¿representativa de qué intereses y delegada con qué controles?”
Estas preocupaciones, en esencia, son las que condensan el accionar público de una diversidad de movimientos y organizaciones ciudadanos que pugnan por una nueva democracia participativa, bajo la premisa que los males de la democracia tienen que curarse con más democracia. Pero el frente conservador ha sostenido y sostiene que tal planteamiento no es viable porque el exceso de demandas terminará provocando una sobrecarga del sistema y la consiguiente crisis de autoridad o de gobernabilidad –como suele decirse en el mundo institucional-, por tanto, que la solución es menos democracia, apelando a elites “lucidas” y mejores mecanismos procedimentales.
La terca realidad, sin embargo, señala que la emergencia de nuevos actores y discursos políticos que desafían los causes institucionales y al sistema de partidos, se ha traducido en importantes redefiniciones de la agenda pública y, a la postre, de la política institucionalizada. Y, a la par, resulta sintomático que cada vez más la gente no se sienta representada por los partidos políticos, en la medida que son vistos más como integrantes del aparato del Estado que como canales de expresiones de la sociedad civil, por la prioridad que dan a sus funciones institucionales en desmedro de las que tienen que ver con la vinculación social.
Es así que los partidos han dejado de ser el agente único de mediación política, ante el surgimiento de otros actores –particularmente los movimientos sociales- que se presentan en sus antípodas: no jerarquizados, flexibles, descentralizados, con rotación en puestos de mando, propiciando la designación paritaria de género y representación de minorías, exigiendo transparencia, rendición de cuentas, participación amplia en la toma de decisiones, etc.
En América Latina, con el retorno constitucional tras la larga y obscura noche dictatorial, se establecieron “democracias de baja intensidad”, “democracias incompletas” y otras denominaciones afines. La expectativa inicialmente generada, pronto dio paso al desencanto, que ha ido en aumento, por cuanto en la región se adoptan las políticas de corte neoliberal diseñadas por el Consenso de Washigton que han conllevado a una creciente concentración del poder y las riquezas, al empobrecimiento generalizado de las mayorías y al deterioro de sus condiciones de vida. Esto es, las promesas de bienestar de las reformas económicas neoliberales no sólo que no llegaron, sino que, por el contrario, lo que se ha producido es una mayor desigualdad social, que ha colocado a los estratos medios en situaciones de exclusión. Bajo estas condiciones, esas grandes mayorías ciudadanas se han visto forzadas a ocuparse de la sobrevivencia cotidiana, alejándose de cualquier posibilidad de intervenir en los asuntos públicos y en la toma de decisiones sobre los destinos de la sociedad.
Como recientemente lo reconoció el ex secretario de la OEA y ex presidente de Colombia, César Gaviria, en el foro “Globalización y Democracia” realizado en Bogotá. “Al hacer un balance sobre los más de quince años de aplicación del modelo neoliberal en Colombia que él emprendió en 1990, dijo: ‘reconozco mi cuota de culpa de haber creído que esos cambios económicos iban a generar crecimiento sostenido y mejoramiento de los indicadores de la desigualdad y la pobreza’, agregando que las reformas económicas son importantes, pero no la tarea fundamental, y, dentro de lo que catalogó como ‘factores no económicos del crecimiento’, insistió en el papel del Estado y de sus instituciones, ya que la solución de los problemas sociales depende que éste funcione y no empujar sin criterio la privatización’”. (Suárez Montoya: 2006)
Daniel Campione (2006), analizando el proceso vivido en Argentina, pero que perfectamente calza para el resto de países latinoamericanos, señala: “La democracia argentina de los 80-90 puede ser entendida, y así lo hacen varios autores, como una democracia degradada, con las instituciones avasalladas por el ‘decisionismo’ desplegado desde la conducción estatal, que rebasa normas jurídicas y manifestaciones de voluntad social contrarias a las soluciones elegidas. Más allá de cambios de orientación en las políticas adoptadas, en más de un sentido esa caracterización puede ser mantenida hasta el presente.
“Sin embargo, nos inclinamos a pensar que operan fenómenos más complejos y profundos: Asistimos a la transformación del contenido de un régimen político sobre una armadura jurídico-constitucional que permanece intocada en lo sustancial. La representación política (aun con todas las limitaciones de la democracia parlamentaria) y el sentido amplio de ciudadanía, tienden a debilitarse seriamente, a favor del imperio indiscutido de una elite política sin otro compromiso firme que el de ‘procesar’ las orientaciones del gran capital. Se espera que la dirigencia ponga toda su dedicación y recursos para contribuir a optimizar las posibilidades de obtención de ganancias por la gran empresa en su ámbito territorial, y para el ‘posicionamiento’ del país en el mercado mundial, adecuando en lo posible el desenvolvimiento ideológico y cultural a esos requerimientos”. Y más adelante acota: “…la transición al régimen democrático y su estabilización no les trajo aparejada (a las clases subalternas) ninguna ventaja apreciable, sino al contrario la persistencia del deterioro social y la expansión de las carencias a sectores cada vez más amplios”.
Nuevos protagonismos
El descontento con el funcionamiento de la democracia y el incremento de la desconfianza frente a la institucionalidad y los partidos políticos llevaron a que se ponga sobre el tapete el tema de la “gobernabilidad”, vista como el gerenciamiento de mecanismos de control y compensación social para evitar las repercusiones perturbadoras de las inequidades y desigualdades sociales, dejando de lado una cuestión central: el bloqueo de los canales institucionales para procesar las demandas sociales. Y es, justamente, ese bloqueo el que ha dado pauta para que se proyecten movimientos sociales de los más diversos, y cada vez más politizados, que más allá de sus reivindicaciones específicas demandan reformas políticas profundas, con la mirada en la instalación de asambleas constituyentes que refunden la democracia.
De hecho, estos movimientos se han constituido como espacios que se sustentan en la construcción de ciudadanía, reivindicando derechos en contraposición al clientelismo y las dádivas o caridad de los poderes establecidos. Pero además, un buen contingente le ha dado cara a la globalización, estableciendo articulaciones internacionales cuya expresión más significativa es el Foro Social Mundial en donde se promueve la construcción de una agenda social global, que por supuesto incluye una agenda social en comunicación. La globalización mirada desde este lado lo sintetiza el eslogan de la Vía Campesina que dice: “globalicemos la lucha, globalicemos la esperanza”.
La irrupción de estos movimientos en la escena política latinoamericana parece estar llevando a que incluso dentro de los organismos multilaterales se trate de afinar los enfoques, como lo insinúa la revista IDEA del Banco Interamericano de Desarrollo, BID (2006), cuando señala: “Los movimientos sociales han sido considerados tradicionalmente desviaciones de la norma; producto, básicamente, de la atomización, alienación y frustración social. Pero un vistazo desde una nueva perspectiva permite captar individuos que son racionales, socialmente activos y bien integrados a la comunidad, pero ansiosos de hacer valer sus intereses a través de canales distintos a los que ofrecen las instituciones establecidas. Dada la naturaleza en general pacífica y contenida de estos movimientos y el apoyo de los medios de comunicación, que contribuyen a darlos a conocer, legitimarlos y amplificarlos, los movimientos sociales se han convertido en un actor político complejo e influyente”. La nota tiene como destaque: “Las protestas sociales se han convertido en un instrumento político poderoso, capaz de derrocar presidentes”.
En efecto, por acción de estos movimientos un buen número de mandatarios de varios países de la región han sido derrocados, en la mayoría de casos vinculados a escándalos de corrupción (un componente muy presente en los procesos de privatización), pero a ellos se debe también que en los últimos años el mapa político haya cambiado de color, ante la presencia de gobernantes que apuntan a cambios o cuando menos correctivos a las políticas dictadas por el Consenso de Washington. En el año en curso, esta tendencia pudo ampliarse mucho más, pero más pudieron procedimientos con fuerte olor a fraude (Costa Rica, Perú, México, Ecuador), dizque para “salvar la democracia”. Como sea, en Latinoamérica y Caribe se perfila una creciente, e inédita, reivindicación de autonomía de los gobiernos respecto a Estados Unidos, que abre la perspectiva de avanzar en la integración regional.
Tan solo para dimensionar este giro socialmente hablando, hoy tenemos a un mulato gobernando en Venezuela; un obrero, en Brasil; y un indígena, en Bolivia. Y eso hace que más allá de sus comportamientos políticos, las elites los rechacen. De los tres, Lula es sin duda quien más concesiones ha hecho, pero como anota Boff: “Es notorio que nuestras elites políticas y económicas se sienten incómodas con un obrero en la presidencia. Ellas llevaron a cabo la Independencia y proclamaron la República sin el pueblo y hasta contra el pueblo. Nunca cultivaron una relación orgánica con él. Al contrario, jamás lo reconocieron y admiraron, con excepción de su carnaval y su canción popular”.
¿Dictadura mediática?
Este contexto, de obvia polarización social, ha repercutido sobre el sistema mediático, dando lugar a que se considere que los grandes medios prácticamente han pasado a ocupar el vacío que se ha creado por el descalabro de los partidos del establecimiento, como articuladores de este sector, lo cual ha redundado en su creciente pérdida de credibilidad. De modo que el virtual “consenso mediático” (a imagen y semejanza del Consenso de Washington) establecido en la región entre esos grandes medios, también se ha visto afectado.
En este sentido la situación más relevante es la de Venezuela, donde el 11 de abril 2002 fue escenario de un golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez, quien, en un hecho inusual, fue restituido al poder por la reacción popular. Como han coincidido en señalar un sinnúmero de analistas, se trató básicamente de un “golpe mediático”, por el rol que jugaron en estos acontecimientos los grandes medios, particularmente la TV.
Al analizar estos sucesos, Roberto Hernández Montoya (2003), sostiene: “La singularidad de la Venezuela de abril de 2002 es que lo esencial giró alrededor de los medios. Fueron el campo de batalla y las armas de la batalla al mismo tiempo. Los militares dieron el golpe a través de los medios desde el 7 de febr