Brasil está en las calles
Un millón y medio de brasileños y brasileñas salieron a la calle durante la jornada de protestas de este jueves 20 de junio, para protestar contra el alto costo de la vida, contra la corrupción desenfrenada de los políticos y contra los elevados costos del Mundial de Fútbol, que gasta millones de dólares para satisfacer los caprichos de la FIFA con estadios e infraestructuras deportivas, mientras que en el país real, el sistema público de salud se cae a pedazos y las escuelas de las redes estatales y municipales no ofrecen educación de calidad a millones de niños y jóvenes.
Fueron las protestas más masivas desde el 6 de junio, cuando las protestas en São Paulo fueron seguidas de nuevos actos en diversas ciudades del país, tanto en grandes capitales como en ciudades de tamaño medio. Al principio, las demandas se limitaban a la reducción de las tarifas de transporte público que habían sufrido nuevos aumentos semanas atrás. Pero conforme el movimiento comenzó a ganar peso, nuevas y más amplias demandas fueron siendo colocadas.
Estas reivindicaciones, que podríamos resumir en la lucha por derechos sociales básicos, vienen a demostrar que aunque Brasil sea considerado como una “potencia emergente” por el establishment del Banco Mundial, Foro de Davos, G+8 y demás instancias del poder financiero global, ese estatus se levanta sobre la privación de derechos que la población viene sintiendo desde hace muchos años, desde que comenzaron las olas de privatizaciones en la década de los noventa. Pues si bien desde el 2003 hubo una mejoría en las condiciones de vida de millones de personas que salieron de la miseria y de las peores formas de hambre y necesidad (aunque todavía muchos siguen sufriendo la exclusión en carne propia), lo cierto es que los servicios públicos básicos se han deteriorado y el costo de vida se ha disparado, mientras que los grandes capitales financieros, industriales y del agronegocio (que forman una misma cosa, al final), viven una “era dorada” de acumulación sobre la base de la superexplotación de la naturaleza y los beneficios de incontables “estímulos” estatales que, ahí sí, gasta a manos llenas.
La corrupción política que aqueja al país es crónica y la población se ha dado cuenta de ello. Desde hace más de dos años, diversas “marchas contra la corrupción” vienen sucediéndose en diversas capitales, pero hasta ahora esta bandera no había tenido tanto eco. La gota que colmó el vaso fue la tramitación de una “Propuesta de Emienda Constitucional”, conocida como PEC-37, que propone eliminar la potestad del Ministerio Público de investigar casos de corrupción, pasando esa responsabilidad a las Policías Federal y Estatales. Con ello, la impunidad ganaría estatus constitucional en Brasil, pues las estadísticas demuestran que los diversos cuerpos policiales no tienen la capacidad real de llevar a término las investigaciones de más del 90% de los casos que llegan a sus manos.
Otras demandas tienen que ver con el reconocimiento de los derechos de gays, lesbianas y otras orientaciones sexuales perseguidas y censuradas en el país por partidos conservadores, de cuño evangélico, que inclusive están votando en la Comisión de Derechos Humanos un proyecto que propone la “cura gay”, lo que haría al país retroceder, caso que sea aprobado, a los tiempos en que la Organización Mundial de la Salud consideraba la homosexualidad como una enfermedad.
En fin, las demandas son muchas y variopintas. En este contexto de agitación, no obstante, preocupa ver que la derecha extrema está aprovechando para colocar sus pautas y reivindicaciones que, muchas veces, las personas “compran” sin entender lo que se esconde por detrás. Para muchas personas que están en la calle es la primera vez en su vida que participan de una movilización popular, y están siendo fácilmente seducidos por planteamientos conservadores que apuntan a la reducción todavía más severa de gastos públicos (entendidos como los gastos sociales, no los gastos en favor del gran capital), a disminuir la edad penal a 16 años, a criminalizar la lucha por la tierra y otras banderas históricas de los movimientos populares así como abogan por una mayor presencia del ejército para evitar el caos y garantizar la seguridad. Todo esto, en medio de una exaltación nacionalista y apartidaria que a ratos parece imponerse como leit-motiv de las acciones callejeras. En un país que vivió una dictadura militar de 24 años (1964-1988), esto no es algo baladí.
La derecha radical está queriendo aprovechar el clima de agitación para transformarla en una “revuelta contra el gobierno”, cuando en realidad se trata de un movimiento mucho más amplio de insatisfacción, rechazo popular y demandas por cambios en áreas sensibles para la población. En ese sentido, en medio de la agitación, también estamos viendo resurgir un ansia profunda por justicia, libertad, democracia y transformación social, por una sociedad digna y humana. Hay muchas personas, especialmente jóvenes, que han demostrado gran capacidad de pensar y actuar críticamente, de manera no conformista y sin necesariamente sentirse representados por el sistema de partidos que hasta hace unos años aglutinaban las energías combativas de la sociedad, como el caso del Partido de los Trabajadores (PT).
El PT, en el poder desde 2003, ha perdido el contacto con sus bases y se ha dedicado a hacer peligrosas alianzas “por arriba” con los partidos políticos que otrora lo atacaron visceralmente, con los sectores más retrógrados del llamado “agronegocio” y con el gran capital financiero, nacional e internacional; ha llevado adelante un proyecto desarrollista que le pasa por encima a las comunidades, al medio ambiente y que lleva a una super explotación de la naturaleza, con megaproyectos de infraestructura financiados por el poder público pero de dudoso bienestar social, mientras que no invierte suficientemente en clínicas, hospitales, unidades de atención básica, agua potable, alcantarillado y tratamiento de aguas servidas, etc. Es cierto que han habido avances sociales durante los años del PT, pero a todas luces, las manifestaciones callejeras demuestran que aún es insuficiente y que cambios más radicales son necesarios para revertir las estructuras de poder heredadas de siglos de dominio de las élites.
Por lo tanto, el PT también es responsable de la crisis actual del país, pues ha gobernado a manos llenas para los ricos y no ha sabido (o no ha querido) aprovechar su gran legitimidad para introducir reformas estructurales de más peso, en un país marcado por una profunda desigualdad, una concentración de la tierra y de la riqueza escandalosa y muchas necesidades sociales insatisfechas, o apenas parcialmente satisfechas vía mercado, como es el caso de los planos privados de salud a los que tiene acceso apenas el 25% de la población del país.
No obstante, esto no debiera confundirnos y llevarnos a pedir el retorno de quienes, históricamente, contribuyeron a saquear y vender el país al gran capital internacional, en especial los partidos que gobernaron durante toda la década del noventa y aplicaron el recetario neoliberal de la A a la Z, entregando a precio de banana el patrimonio nacional y llevando a la sociedad a niveles de precarización y miseria elevadísimos. Esa derecha, que controla los medios de comunicación, estaba esperando algo como lo que hemos visto estos días para sembrar confusión y odio hacia los partidos de izquierda, tanto al que está en el poder, como a los otros partidos contestatarios de menor tamaño que actúan en la sociedad y también hacia los movimientos sociales existentes.
Durante las marchas, los militantes de estos partidos, de sindicatos y otros movimientos sociales, han sido amenazados, golpeados, sus banderas quemadas y han sido impedidos de marchar por parte de otros manifestantes. Pero debemos preguntarnos: en el fondo, ¿a quién le sirve que un gran movimiento social quede acéfalo? ¿O que se pierda en centenares de liderazgos incapaces de agregar agendas que confronten al poder? No deberíamos confundir los instrumentos de la lucha (partidos, sindicatos, movimientos, redes) con aquellos grupúsculos que se apropiaron de su dirección. Las bases de estos movimientos y organizaciones representativas tendrán que retomar el control, si quieren volver a experimentar el vigor político de antaño y si aspiran a contribuir con el sentido y orientación de las mudanzas que vendrán.
En fin, estamos en uno de esos momentos de la historia en que las cosas se mueven de lugar, como una gran placa tectónica. Son movimientos profundos, y por eso mismo, resulta difícil saber qué camino tomarán los acontecimientos y cuáles serán las consecuencias a mediano y largo plazo. No obstante, alegra muchísimo constatar que el pueblo brasileño tiene aún tamañas reservas de vitalidad e indignación, que está siendo capaz de soltar las amarras y lanzarse a las calles para exigir un país donde quepan todos y todas, un país donde la inmensa riqueza existente se refleje en mejoras para todas las personas y no que sigan siendo botín de unos pocos. Como decía uno de los miles de afiches que hemos visto estos días en las calles: “Um país mudo, não muda”. Y Brasil está queriendo mudar, transformarse, no apenas en “el país del futuro”, sino y antes de nada, en un país capaz de forjar su presente.
21 de junio de 2013
- Gerardo Cerdas Vega es sociólogo, costarricense, y reside actualmente en Brasil.